Si mi biblioteca ardiera esta noche

Aldous Huxley pertenece al género de escritores proféticos, a la estirpe de los visionarios. Con George Orwell y su 1984 y Ray Bradbury con su Farenheit 451, compone la tríada distópica que anunció el mundo en descomposición en que vivimos, donde la inteligencia y el corazón son artificiales. Huxley, autor de una amplia obra, ha pasado a la historia de la literatura por una obra, Un mundo feliz, publicada en 1932. Hay quienes sostienen que el tiempo presente se asemeja más a lo que pronosticó Huxley -con toda una masa narcotizada con drogas y sexo, a la caza del buen salvaje- que a la profecía de Orwell. En mi opinión, los dos estaban en lo cierto, y el futuro, no demasiado lejano, demostrará que se quedaron cortos. 

Acabo de leer Si mi biblioteca ardiera esta noche (Edhasa), una colección de artículos cortos y ensayos de Huxley sobre literatura, música, arte y drogas. El título del libro es el de uno de sus textos, en el que el escritor inglés reflexiona sobre los libros que consideraba imprescindibles. Cuando lo publicó en 1947, ignoraba que la biblioteca de su casa californiana ardería el 12 de mayo de 1961, calcinando todos sus volúmenes, gran parte de su correspondencia y varios manuscritos. 

Coincido con casi todos los libros que Huxley salvaría si mi biblioteca ardiera. Echo en falta, sin embargo, el Quijote de Cervantes. Los ingleses son muy suyos en sus gustos, y se olvidan con frecuencia de los hallazgos allende de la cultura anglosajona. Un ejemplo es el canon de Harold Bloom. 

¿Qué salvaría de mi biblioteca si ardiera? No me gustaría verme en esa tesitura. Tampoco creo que me llevase ningún libro a una isla desierta. No quedan islas desiertas. En todo caso, la elección sería harto difícil. ¿Qué escoger entre aproximadamente 2.000 volúmenes? Ha sido el resultado de una meticulosa y ardiente selección de libros la que he llevado a cabo desde los dieciocho años, cuando me convertí en cliente de librerías de toda naturaleza y ambición. Todos de papel, por supuesto. 

Cela dijo, y en esto cabe darle la razón, que una buena biblioteca podría reducirse a 200 libros. Leemos mucho en nuestras vidas y olvidamos casi todo lo leído. Al principio nos dejamos llevar por las modas; después nos volvemos un poco más selectos. Comprar libros es una inversión de dinero y espacio. Conozco a lectores que han renunciado a entrar en librerías porque en sus casas no caben más libros. No es mi caso, pero podría serlo a medio plazo. Existe siempre la posibilidad de tirar la cómoda del dormitorio para hacerle hueco a una estantería. 

Es empresa difícil hacer una selección de libros amados. Todos tienen su historia; todos son, a su manera, criatura mías, a todos les debo lo que soy. Algunos los tengo repetidos. Muy rara vez los he prestado (el prestatario nunca los devuelve) y nunca los he mandado al cubo de la basura. De hecho, en mi testamento, otorgado hace muchos pero que muchos años, lego mis libros a una biblioteca pública de mi ciudad. Cuando llegue ese momento, que confío en que se demore, los beneficiarios los rechazarán alegando una razón piadosa. ¿Se leerá algún libro cuando se celebre mi óbito?

Cervantes, Homero, Dante, Proust, Boccaccio, Dickens, Dostoievski, Montaigne, Cavafis, Shakespeare, Wilde, Lampedusa, Flaubert, Poe, Defoe, Hemingway, Lovecraft, Malaparte, Balzac, Baudelaire, Pascal, en fin, podría seguir con más clásicos, todos estos merecerían ser conservados y no acabar en la hoguera, siguiendo el destino decidido por el cura y el barbero, amigos de Alonso Quijano. 

De escritores españoles o hispanomericanos rescataría al anónimo del Cantar del Mio Cid, las coplas de Jorge Manrique, ese libro brutal que es La Celestina, los sonetos de Góngora y Quevedo, el teatro de Lope y Calderón, las rimas de Bécquer, las dos primeras series de los Episodios Nacionales de Galdós, y su Fortunata y Jacinta,  La Regenta de Clarín, las bellísimas Sonatas y El ruedo ibérico de Valle-Inclán, Baroja, todo Azorín, mis admirados Ramón Gómez de la Serna y Enrique Jardiel Poncela, El cuaderno gris de Josep Pla,  Conversación en La Catedral de Vargas Llosa, toda la poesía de Cernuda, Darío, La novela de un literato de Rafael Cansinos Assens, todo Borges, Pedro Páramo de Juan Rulfo, Trilce de César Vallejo, Claros del bosque de María Zambrano y un librito casi desconocido y llamado a convertirse en un gran clásico cuando todos estemos muertos, Helena o el mar de verano, de Julián Ayesta, publicado en 1952, cuando arreciaba la peste bubónica del realismo social. 

Pido perdón a aquellos que habré olvidado, que serán muchos y muy distinguidos, y vaya por delante mi sincero arrepentimiento. Escrito está en la Biblia, libro de libros sabios: muchos serán los llamados y pocos los elegidos. Con la literatura sucede lo mismo. Que poquísimos pasan la prueba del algodón. 


 

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