Los últimos de Filipinas
Al llegar hoy a casa me he reconocido en la voz de Luis Rosales, en aquel poema memorable de La casa encendida, que empieza así:
Porque todo es igual y tú lo sabes
has llegado a casa y has cerrado la puerta
con aquel mismo gesto con que se tira un día,
con que se quita la hoja atrasada al calendario
cuando todo es igual y tú lo sabes.
En Valencia ha llovido una lluvia fina e inocente, pese a que las autoridades, siempre tan consideradas con sus súbditos, habían anunciado el Apocalipsis. Los cuatro jinetes, sin embargo, no llegaron a la ciudad, así que habrá que esperar un poco más, quizá sólo unos días o semanas, a ver si con suerte asistimos al final de los tiempos, lo cual no sería mala noticia.
Esta tarde he vagabundeado por la Gran Vía Marqués del Turia. Una arteria muy literaria. En ella vivió María Moliner y muy cerca, en la calle Almirante Cadarso, Max Aub, y en la de Taquígrafo Martí, el poeta Juan Gil-Albert. Era la hora de la comida. Las casetas de la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión estaban cerradas. He mirado el cielo plomizo y en seguida he pensado en la mala suerte de los libreros. No tienen suficientes enemigos con la piratería y el calvo de Amazon, que también han de luchar contra la meteorología, o con las pandemias, como ocurrió en 2020.
El sábado me acerqué a este certamen, que cumple 48 ediciones, después de ver Queer en el cine D'Or (¡qué grande eres, Daniel Craig!). Me apena ver lo que ha quedado de esta feria. Quién te ha visto y quién te ve. Hablo con conocimiento de causa. La visito desde hace 25 años. No hace tanto, la fila de casetas ocupaba todo el bulevar, desde Germanías hasta cerca del cauce del río. Hoy sus 29 expositores están situados en el tramo central, entre las calles Jorge Juan y Taquígrafo Martí.
Cada edición adelgaza de tamaño. Ocurre en todas partes. En mi ciudad, Albacete, sólo había cuatro casetas en la edición de 2024. No quiero pensar en la de este año, si la hay. Me embargó la melancolía al ver a esos viejos libreros, venidos de fuera, mano sobre mano, esperando a que alguien se fijase en sus ejemplares. Les dediqué un artículo de agradecimiento en la revista Plaza. Me acuerdo de que cité a uno de ellos, Kim Sardá, un librero catalán que ha sido fiel a la feria desde su inicio.
El otro día reconocí un rostro familiar. El de un hombre a punto de jubilarse, rostro cetrino, gafas de concha, barba canosa, que leía un libro en su caseta. Es el propietario de la librería Dante de Alicante. A este héroe, argentino o uruguayo por su acento, le he he comprado libros en Valencia, Albacete, Alicante y La Manga, donde solía traer su mercancía en verano. Ya no lo hace. Quizá porque un día de agosto, una especie tornado hizo volar la estructura metálica de su caseta. Si no es la lluvia, es el viento, en fin...
Siempre les compro libros. Los prefiero a quienes presentan novedades en Viveros. El sábado me llevé un ejemplar de arte y En los reinos de taifas, la segunda parte de la autobiografía de Juan Goytisolo después de Coto vedado. Comprar a un librero de lance es distinto a hacerlo en la Casa del Libro. Significa ayudar al que más lo necesita, ponerse del lado del débil, primar lo singular sobre lo estandarizado. Seguir acudiendo a estas ferias, cuando todo está en contra, es una proeza, admirable.
Libreros antiguos y lectores somos como aquellos soldados que seguían luchando por la continuidad de un imperio que ya no existía. Los últimos de Filipinas. En el fondo, unos y otros sabemos que el combate está perdido. La lectura de libros es una actividad cada día más extravagante. El público lector decrece cada año, digan lo que digan las estadísticas oficiales. No hay recambio generacional: la mayoría de los jóvenes viven de espaldas a la literatura. Muchos, aunque quisieran, ya no pueden leer: les falta la concentración y un vocabulario básico para ello.
A estas ferias de libros antiguos y de ocasión les quedan unas cuantas ediciones, no demasiadas. Su final coincidirá con la jubilación de sus propietarios. Probablemente asistamos a esta gloriosa derrota en lo que queda de década. Después, el camino quedará expedito para la barbarie disfrazada de progreso.