Azorín visto por Juan Gil-Albert

Es prodigioso y cruel el olvido que se cierne sobre los escritores valencianos del siglo XX. Vicente Blasco Ibáñez es más conocido por dar nombre a una avenida de Valencia que por ser el autor de La barraca. No lo lee ni el Tato; Carlos Arniches es arqueología teatral; Gabriel Miró acumula polvo en las estanterías de las bibliotecas; Max Aub salió del ostracismo gracias al interés de la cultura oficial por rescatar su obra al comienzo de la democracia, pero ha vuelto adonde solía, a un relativo anonimato. Sobrevive Miguel Hernández, a cuyas cualidades innegables como poeta hay que añadir su militancia comunista, razón importantísima para mantener viva su obra. 

Otra excepción es el poeta Francisco Brines, quien gozó de cierta importancia en los últimos años de su vida, hasta el punto de recibir la visita de los Reyes de España en su casa de Oliva, cuando recibió el Cervantes poco antes de morir. Y sobre todo permanece Rafael Chirbes, uno de los cuatro o cinco novelistas más importantes desde la muerte de Franco. Gracias al éxito de Crematorio (éxito siempre relativo al tratarse de un escritor español) empezó a ser leído más allá de su círculo de lectores primigenios.  

Quedaría Azorín, el maestro de Monóvar, a quien apenas se lee. Si la llama de su obra no se ha extinguido todavía es por los 221 lectores que conserva en la Península, entre los que me encuentro. De ellos 188 somos españoles; 32 portugueses y uno tiene residencia en el Principado de Andorra. 

He dejado para al final al poeta, ensayista y narrador Juan Gil-Albert (Alcoy, 1904-Valencia, 1994). Salvo al final de su vida, cuando comenzaron a llegarle los premios y a recibir con toda clase de homenajes, este hijo de alta burguesía valenciana no gozó de gran predicamento en los círculos literarios. Unido por razones de amistad a la generación del 27, en especial a Luis Cernuda y Manuel Altolaguirre, desarrolló su obra en tierra de nadie. Pagó el precio de ser un solitario. Fue una 'rara avis' para unos y otros. La gente de su clase recelaba de él por su republicanismo de izquierdas, y la izquierda no lo hacía suyo debido a su origen burgués y maneras exquisitas (vivía en el Eixample, el barrio patricio de la ciudad). Su homosexualidad tampoco ayudaba. 


Gil-Albert publica Misteriosa presencia, su primer libro de poesía, en 1936. Ese año, contagiado por el compromiso político y casi siempre estéril en términos artísticos, cofundó la revista Hora de España con Ramón Gaya. Iniciada la guerra civil, asistió al II Congreso Internacional de Escritores Antifascistas. Cuando Franco ganó la guerra, se exilió a México y Argentina. Regresó a España en 1947, donde vivió al margen de la vida literaria, hasta que en los años setenta publicó Fuentes de la constancia (1972) y Crónica general (1974). Estos libros lo dieron a conocer a un público joven. 

Fue en ese periodo, en que Gil-Albert rompe con su exilio interior, cuando pronuncia la conferencia Azorín o la intravagancia en Alcoy el 19 de junio de 1973. El autor la leyó después en el Ateneo de Valencia. Gracias a mi amiga y compañera María Consuelo Reyna, dispongo de esa conferencia impresa en un folleto de 27 páginas. 

Dueño de una prosa elegante, heredero de un esteticismo que bebía en las aguas del culturalismo, Gil-Albert recuerda a Azorín con motivo del centenario de su nacimiento. Un escritor alicantino hablando de otro alicantino. Hace seis años que el autor de La voluntad murió en su piso de la calle Zorrilla, en Madrid. Al comienzo de la intervención, el poeta alcoyano se pregunta si ha pasado suficiente tiempo para certificar la resurrección de Azorín. La pregunta queda en el aire. 

Todo escritor se enfrenta a un purgatorio después de muerto. Sus libros se dejan de leer. La mayoría cae en un definitivo olvido; sólo unos elegidos, aquellos que entran por el ojo de la aguja del tiempo, perduran convirtiéndose en clásicos. La posteridad es así de caprichosa y, aunque insistamos llamando a la puerta, no nos enseña sus cartas. Es un misterio por qué unos autores postergados vuelven a leerse, y otros, agasajados por la crítica y por el público de su época, se venden a un euro en las librerías de lance. 


El tiempo es asunto central de la obra azoriniana, recuerda Gil-Albert en su conferencia. La idea del eterno retorno, extraída de la filosofía de Nietzsche, inspira la producción de José Martínez Ruiz. Cómo el tiempo convierte todo en ceniza, en polvo y en nada; cómo todo pasa, caduca y se corrompe, hasta las más hermosas intenciones, con la caída de las hojas del calendario. 

"Vivir es ver volver", escribe Azorín en Castilla, como nos recuerda el autor alcoyano. Ese regreso a los orígenes nos envuelve en la melancolía, como la que siente el maestro de Monóvar cuando regresa a Valencia, cumplidos los 67 años, y se aloja en una pensión de la calle Bonaire. La amargura del tiempo perdido y no recobrado le lleva a escribir: "¿Es que crees que vas a resucitar tu juventud? Serénate y disponte a escribir con serenidad". Y a la manera proustiana, Azorín refresca su memoria con el penetrante olor de pebrella, la planta que aspiraba, medio siglo atrás, en las especerías abiertas en los alrededores del Mercado Central y de la Lonja: "Ese olor es Oriente. Y Oriente late en el fondo de Valencia". 

Gil Albert, ante un auditorio que presumimos interesado por sus palabras, recuerda la voluntad regeneracionista del joven anarquista Azorín, compartida con sus compañeros del 98, y sus incursiones  en la política de la Restauración, de la mano de Antonio Maura y Francisco Silvela. Y, claro, llega la decepción por no transformar un país incorregible. Es el cansancio que otros grandes hombres sintieron por una España fallida. Un Azorín decepcionado -un Azorín quietista, como si hubiera leído las enseñanzas de Confucio- se refugia en la escritura. "La fuerza reside, para mí, en el desasimiento de las cosas". Su estilo se desnuda: se desprende de lo accesorio y superficial. 

Acaba Gil-Albert la conferencia como la empezó, preguntándose por el porvenir de Azorín. "Y despidámonos de Azorín hasta dentro de un siglo. ¿Se desvanecerá su obra? ¿Resurgirá?". 

¿Qué nos importa que el nombre de Azorín sea un enigma para las nuevas generaciones? ¿Hemos de seguir las huellas del ganado humano de nuestro tiempo? ¡No, por supuesto que no! Es justo rebelarse contra la vulgaridad presente, por cierto denunciada por Gil-Albert ya en 1973. En las largas tardes de este verano, abrumados por las malas noticias que nos llegan de la charca española, leer una página de Azorín es asomarse a la belleza de una época distinta a la nuestra, cuando los escritores cortejaban a las palabras con ternura y audacia, como si en esta empresa les fuese la vida. 





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