Una bella historia de amistad

Más por obligación que por devoción, y no se desprenda de mis palabras ningún género de aversión hacia uno de mis libros preferidos, releí recientemente el Quijote, no el texto original, claro está, sino una versión adaptada para el público adolescente que llena las aulas de bachillerato. 

Cuando tenía la edad de mis alumnos y por profesora a doña Antonia Cruz, oriunda de Melilla, todo un temperamento, vaya que sí, me vi obligado a leer, como el resto de mis compañeros, un Quijote sin soda, en una edición de Austral, con una letra de cuerpo tan pequeña que se asemejaba a un ejército de pulgas. Años después, cuando la vida comenzaba a ir en serio, releí la novela de Cervantes en una edición prologada por el catedrático de la Universidad de Barcelona, José María Valverde. El libro me pareció diferente porque yo también lo era. Si Dios me conserva la salud, espero tenerlo entre mis manos un par de veces más. Cada lectura es diferente: el Quijote no se agota nunca. 

¿Qué puedo aportar a nuestra obra cumbre, la segunda más leída después de la Biblia, según se decía cuando yo corría con pantalones cortos? En cierta medida soy un osado si repaso todo lo lúcido y lo conmovedor que han escrito grandes escritores y críticos sobre el Quijote: además del mencionado Valverde, la novela de Cervantes ha dado pie a luminosas páginas de Azorín, Unamuno, Ortega, Torrente Ballester, Madariaga y Martín de Riquer, entre los españoles, y a Vladímir Nabokov, Leo Spitzer y George Haley, entre los foráneos. 

El Quijote sienta las bases de la novela moderna a principios del siglo XVII. Este invento es mérito de un escritor fracasado, "que sabe más de desgracias que de versos", según le dice el cura al barbero en la primera parte de la novela. Lo que al principio fue tomado como un libro para reírse con las aventuras de sus dos protagonistas, luego se convirtió en un clásico porque los ingleses vieron lo que hasta entonces nadie había visto: que era una obra destinada a perdurar, un clásico a la altura de la Ilíada de Homero y la Comedia de Dante. 

Si hay motivos para sentirse orgulloso de ser español -y hoy por hoy hay poquísimos, en realidad-, uno de ellos es el Quijote, el otro sería el Museo del Prado y el tercero, tal vez la Feria de Albacete. 

Mi aportación al estudio de Don Quijote de la Mancha será modesta. Para mí es una historia de amistad, una hermosa historia de amistad entre dos hombres ya entrados en la edad madura, muy diferentes de carácter, que deciden ponerse el mundo por montera y abandonar la seguridad de sus vidas. ¿Quién no ha tenido la tentación de hacer lo mismo buscándose un compañero de andanzas? Llegado a cierto punto, la vida es una repetición de lo vivido, vivir es ver volver (Azorín), lo que nos deja un cierto cansancio y, según qué días, el deseo de cortar con todo. "¿Adónde vas, cariño?" "Al estanco, a por tabaco. Vuelvo enseguida". Y desaparecer como el protagonista de Corre, conejo

Te tomarán por loco e insensato por lo que quieres hacer y no lo que debes hacer. Como tomaron por locos a Alonso Quijano y Sancho Panza. Cervantes nos cuenta que don Quijote rondaba los cincuenta años, pero nada nos desvela de su vida anterior. ¿Fue un desengaño amoroso lo que le empujó a perder el seso leyendo novelas de caballería? ¿Estaba cansado Sancho de alimentar a sus cerdos con bellotas? Cuando la vida te defrauda, queda el consuelo del arte, un paño que no alcanza a secar todas las lágrimas. 

El Quijote es muchas cosas. Una de ellas es la exaltación de la amistad cuyo vuelo es más alto y duradero que el amor. Dos amigos que se admiten como son, se perdonan sus errores, celebran las alegrías y se contaminan entre sí. La amistad, si es tal, contamina. Y así don Quijote se sanchiza (no confundir con el gobernante malvado), haciéndose cuerdo en la segunda parte, y Sancho, el marido de Teresa Panza, se quijotiza adquiriendo aires de grandeza y soñando con gobernar una ínsula en la que lo matarán de hambre. 

Alonso y Sancho son dos seres periféricos. Su extravagancia nos gusta. Eso de saltarse las convenciones nos atrae porque han entendido -como el autor que les dio vida- que casi todo es mentira en este mundo traidor, salvo la delicia de conversar con alguien que te estima mientras camináis sin rumbo con idea de parar en una posada a beber un buen vino. Lo demás son los hechizos del gigante Malambruno para confundiros -todo poder aspira a eso, a confundir- en este juego de máscaras que es la vida. Por cierto, ya es Carnaval. 

   






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