La bruma y el destierro (notas para un relato en Irún)
Para Imanol y Ana
En Hendaya se respeta el día del Señor. Todo el comercio está cerrado en domingo. Sólo encuentro dos cafés abiertos en la plaza de la República. En uno de ellos, el Ttiki Baci, me tomo un café con leche. Recuerdo la misa en la iglesia Saint-Vicent, situada en uno de los extremos de la plaza. La ceremonia es oficiada por dos sacerdotes, uno blanco y otro negro. Hermosa la voz del blanco entonando el Aleluya. Les ayuda una monaguilla. Los feligreses participan cantando villancicos. El oficio tiene una solemnidad que rara vez se encuentra en las parroquias españolas.
En Hendaya, poco después de cruzar una frontera, te encuentras la estación de tren. Esta ciudad francesa es un importante nudo ferroviario, como lo fue Irún. Aquí Franco y Hitler celebraron la famosa entrevista en 1940. No sé qué quedará de la antigua estación, pues el edificio es moderno. Un hombre negro, desde la otra acera, me dice: "Bonjour, monsieur". Me pide un cigarrillo. Con señas le respondo que no tengo. En la tienda de la estación compro un bolígrafo para escribir estas notas.
En Hendaya hay muchas inmobiliarias y lavanderías autoservicio (estas sí que están abiertas). Bajo a un paseo marítimo, donde veo a una pareja y a un par de solitarios con sus perros. La mañana es soleada. No hace frío pero sí se nota la humedad. Un chiquillo me asalta, en la puerta de un supermercado Carrefour, pretendiendo venderme algo. No le entiendo y me alejo. En la puerta hay un mendigo tirado en el suelo, con la compañía de un perro. La pobreza desconoce las fronteras. Esta escena la he visto en España muchas veces.
Enseguida se ven agentes de la Policía francesa. La bandera del país ondea en todos los edificios públicos, empezando por el colegio Jean Jaures y el liceo Aizpurdi. Esto contrasta con lo que sucede al otro lado de la frontera, en que la enseña española es un tesoro difícil de hallar. La señalización de las calles está en los dos idiomas, el francés y el eusquera. El trasiego de vascos y franceses entre Hendaya e Irún es una costumbre asentada durante siglos. Les unen razones históricas, culturales y comerciales.
Sólo empleé quince minutos en llegar a pie a Hendaya desde el hotel Alcázar en el que me alojo. A mi derecha dejé el estadio del Real Unión Club de Irún y, a la izquierda, la Feria de Muestras (Ficoba). Enseguida alcancé el puente de Santiago que cruza el Bidasoa y hace de frontera natural entre los dos países. Hermosa estampa la de esta mañana de domingo, iluminada por un sol impropio para un lugar que esperaba encontrar con lluvia y viento.
Irún pagó, por partida doble, la factura de la incorporación de España a la Comunidad Económica Europea. Perdió el negocio de las aduanas y sufrió la reconversión industrial. Fue una ciudad de tradición obrera. Todavía elige a alcaldes socialistas. En Irún se habla castellano. En tres días sólo oí el eusquera una vez. Las letras x, z y k son las reinas del abecedario. Los urinarios se llaman 'komuna'; los restaurantes le ofrecen una 'txuleta' de cerdo a los clientes; las farmacias son 'botikas' y el café con un cruasán crujiente te lo sirven en una 'kafetegia'.
Irún tiene un atractivo literario del que carece San Sebastián, que visito por segunda vez. No me deslumbra como hace quince años. La capital de Guipúzcoa se divide, básicamente, en tres grupos: los pijos de derechas (los borjas y compañía), los pijo-progres (que votan al partido posterrorista y acuden a manifas antifascistas) y el común de la gente, la que gana poco y se desplaza en transporte público. Hay muchos viejos entre la población donostiarra, así como turistas de todos los rincones del mundo, singularmente jubilados franceses, de aspecto muy jovial, con mochilas a la espalda.
En cambio, Irún, sin ser una ciudad bonita como San Sebastián, reúne los ingredientes para un buen relato, por su carácter fronterizo y tradición obrera, por la lluvia persistente y la neblina que uno imagina una tarde de domingo, cuando un solitario camina por el paseo Colón y la plaza del Ensanche. Ese hombre, que se protege del frío con una gabardina gris, puede ser un espía, enamorado de una prostituta andaluza que ejerce en el barrio de Santiago, o un inspector de policía que mira a sus espaldas, por si alguien le sigue para pegarle un tiro en la nuca, antes de entrar en la comisaría.
Irún y los años del plomo, cuando militares, policías y guardias civiles caían como gorriones. Irún, Rentería, Oyarzun y Pasajes, municipios asociados a asesinatos y secuestros que hoy parecen no haber ocurrido, son estaciones del Euskotren (el popular Topo) que conecta Hendaya con Vizcaya. Los viajeros son parecidos a los del metro de Valencia: aún los hay vascos, si bien la presencia de los extranjeros (negros, magrebíes e iberoamericanos) aumenta en cada estación. La mayoría de los camareros que me atienden en Irún, y una parte del personal del hotel, nacieron al otro lado del charco.
Viajé a Irún huyendo de mí, y en busca de un relato escrito con la ambigüedad moral que se le presupone a un morador de la frontera. Esta historia debería tratar sobre un destierro y un reencuentro. Dos amigos vuelven a verse después de muchos años. Uno responde a la llamada del otro viajando a Irún en autobús, en uno de esos viajes largos e incómodos en que se cuentan los minutos que quedan para llegar al destino. Llueve mansamente, con una paciencia infinita, en el trayecto. Los protagonistas de este cuento ya no son los mismos del pasado. El tiempo escultor los ha modelado con crueldad, haciéndoles en parte irreconocibles. El que vive en Irún tiene un secreto y un encargo para el otro. Se lo confesará bebiendo, acodado en la barra de un bar de la calle Mayor, con ojos vidriosos, la mirada confundida por el alcohol y el remordimiento.
Anocheciendo los veo caminar abrazados por el paseo Colón, hacia el casino, donde el portador del secreto convidará a su amigo a una cena, como si fuese posible repetir los viejos tiempos, cuando eran jóvenes, recién salidos de la universidad, y no temían a la enfermedad ni a la muerte.