Un artista del infortunio
La alegría por dar con un libro que creías perdido sólo es comparable al placer por el reencuentro con un viejo amigo. Me ocurrió hace poco: rescaté del olvido Franz Kafka. Imágenes de su vida, de Klaus Wagenbach, editado por Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores. Me acuerdo perfectamente de quién me lo regaló en 1998. El volumen repasa la vida del escritor chico a través de una colección de fotos. Por sus páginas pasan, además de él, los miembros de su familia, las mujeres que amó, sus amigos, los lugares donde vivió y veraneó.
Con motivo del centenario de su fallecimiento leí El proceso, El castillo y sus diarios. También vi la película La grandeza de la vida, que evoca su último año de vida, cuando la tuberculosis le ha ganado la partida. En el instituto me obligaron a leer (fue exactamente eso, un mandato) La metamorfosis. Entonces se titulaba así; desde hace un tiempo pasó a llamarse La transformación. Esta novela corta o relato largo se publicó en 1915. Gran parte de la fama de Kafka obedece a esta historia protagonizada por un enorme insecto. Admito que no es mi libro favorito: ese lugar lo ocupa El proceso.
De Kafka se ha escrito todo, pero siempre habrá algo por descubrir porque su obra es inconmensurable. Escritor difícil, de tragos lentos, forma parte de la Santísima Trinidad de la literatura en el siglo XX, junto a Proust y Joyce, con permiso de Faulkner. Pocos escritores han sido tan influyentes como para que su apellido dé lugar a un adjetivo. Según el diccionario de la RAE, una de las acepciones de kafkiano es "dicho de una situación absurda, angustiosa".
Kafka era alto, delgado y atractivo, elegante y culto. Bebió de su vida para levantar su obra. Se doctoró en Derecho y trabajó como pasante en un despacho de abogados. Su experiencia como letrado bien queda reflejada en El proceso. Después fue contratado en el Instituto de Seguros de Accidentes de Trabajo en Praga. Fue un escritor burgués que conoció el mundo de las fábricas. Quizá el protagonista de La metamorfosis, ese Gregor Samsa transformado en un bicho, estuviese inspirado en sus visitas a empresas de la capital del Reino de Bohemia, además de en su familia.
Hijo del comerciante Hermann Kafka y de Julie Löwy, hija de un tratante de paños y cervecero, Kafka perteneció a una familia acomodada. Vivió una guerra mundial, y después asistió al desmoronamiento del "mundo de ayer", bellamente retratado por Stefan Zweig. Nació siendo súbdito del Imperio austrohúngaro y murió como ciudadano de la República checa. Formó parte de la minoría que fue a la universidad (sólo un 0,5% de los escolares acababa cursando estudios superiores); viajó por toda Europa buscando descanso en sus balnearios; practicó deportes como el remo, la natación y el tenis. También fue gran aficionado al teatro yiddish.
Pero Kafka no pudo escapar -como a todos nos sucede- del lado amargo de la existencia. A las aristas de la puta vida. A sus desavenencias con su padre, frustrado por no ver en él madera de comerciante; al trabajo que le disgustaba y quitaba tiempo para escribir; a sus fracasos con las mujeres de las que se enamoró (Hedwig Weiler, Felice Bauer, Gerti Wasner, Julie Wohryzek, Milena Jesenká y Dora Diamant) y a la tuberculosis que le fue diagnosticada en 1917 y que le obligaría a jubilarse siendo un hombre joven.
Murió en el sanatorio de Kierling, cerca de Viena, el 3 de junio de 1924. Su gran amigo Max Brod ignoró la orden de quemar su obra.
El aparente fracaso de la vida de Kafka nos hace preguntarnos por la utilidad artística del dolor. ¿Sufrir para crear? ¿Merece la pena canjear infortunio por arte? ¿Es el arte lo único salvable de la vida, como sostenía Friedrich Nietzsche, otro desdichado que escribía en alemán? ¿El arte como desquite de la naturaleza? Son preguntas que sólo un club de desgraciados puede plantearse. El resto de los contemporáneos morirá sin hacérselas, y quizá hacen bien ignorándolas, pues es verdad admitida que sólo puede aspirar a una engañosa felicidad quien renuncia a la sensibilidad y a cualquier forma de conocimiento.