La mala literatura nace de un buen corazón

España es un país extraño, desconcertante y cada vez más peligroso. En España te ocupan tu vivienda y tienes que pagarle la luz, el gas y el agua al delincuente; la presunción de inocencia ha dejado de existir para los hombres, considerados violadores potenciales, y se censuran libros como en los tiempos de Gabriel Arias-Salgado. Me detendré en esto último, dada la naturaleza de este blog. 

Quien siga vagamente la prensa se habrá informado de la polémica suscitada en torno al libro El odio, de Luisgé Martín. Esta obra trata de José Bretón,  que el 8 de octubre de 2011 asesinó a sus dos hijos, Ruth y Javier, de seis y dos años, para hacer daño a su mujer. El escritor da voz al asesino, con quien llegó a hablar. 

A poco de conocer la publicación de El odio, Ruth Ortiz, la madre, reclamó que el libro no se distribuyera alegando el dolor causado por su exmarido. La Fiscalía de Menores de Barcelona, para proteger la memoria de los niños, solicitó el secuestro del libro y el Juzgado de Instrucción número 39 de Barcelona denegó el embargo. 

Como era previsible en estos casos, en las redes sociales se desató una campaña contra el autor y Anagrama, la editorial de El odio. Librerías hicieron público su veto al libro, como sucedió con Memoria de mis putas tristes, de Gabriel García Márquez. La razón esgrimida era la defensa de una víctima frente al asesino de sus dos hijos: era un caso de violencia vicaria. La campaña consiguió su objetivo: Anagrama, por temor a un daño reputacional (¿se dice así?, ¿daño reputacional?), anunció que suspendía la distribución del libro de manera indefinida. Una obra cancelada, otra más. 

Lo curioso del asunto es que casi nadie se ha leído El odio, por lo que todo el que se ha pronunciado sobre su contenido habla de oídas. Lo que sí se sabe es que el libro no infringe ningún artículo del Código Penal, es decir, la condena de la obra no es legal sino moral. Peligroso precedente. La libertad de expresión que tiene más cornás que el hijo de El Cordobés carece de quien la defienda con garantías.  

Uno puede y debe sentir compasión por la mujer de esos dos niños asesinados; ha de apoyarla y reconfortarla para que sobrelleve el dolor como mejor pueda. Incluso si a uno le preguntasen, apoyaría el restablecimiento de la pena de muerte para criminales como José Bretón. Por tanto, el debate no debería ser si ese libro debe ser distribuido —que debe serlo—, sino si recuperamos la pena capital. 

El dolor de una madre no puede prohibir una obra artística. En estos días se han citado novelas que tenían a asesinos como protagonistas reales. Ahí están A sangre fría, de Truman Capote, y El adversario, de Enmanuel Carrère, como recuerdos valiosos. ¿Se hubieran publicado de haberse impuesto el criterio de la Fiscalía de Barcelona?  

En esta polémica subyace la vieja idea de que la literatura debe atender a fines morales. Que una novela o un poema, si no nos hace mejores personas, debe ser mirada con lupa, cuando no apartada. Que la buena literatura es la que se escribe con un corazón limpio de impurezas. El escritor es un catequista vegetariano y monógamo a ser posible, que produce al servicio del progreso humanitario. El caso más cercano que tendríamos es el del jiennense Antonio Muñoz Molina. 

Pero la literatura llamada a perdurar no es eso. Los buenos libros perturban; son golpes bajos a nuestras creencias consolidadas, la carga de dinamita para hacer saltar nuestras frágiles certezas. La literatura puede venir de la mano del mal, como escribió Georges Bataille. Otro francés, el eximio pederasta André Gide, dejó escrito que con buenos sentimientos se escriben malos libros. Larga es la lista de grandes escritores que no fueron personas encantadoras, y sin embargo sus creaciones han superado la criba cruel de los años. Céline, Lovecraft, Rimbaud, Poe... 

Por lo demás, el aborto provocado de El odio encierra una lectura irónica. Los perjudicados por el secuestro del libro son Luisgé Martín, escritor de discursos del presidente del Gobierno. Él conoce, como pocos, el tejido de mentiras en las que se sustenta el Régimen actual. Martín ha contribuido a que se silencie a todo disidente de los dogmas gubernamentales. ¿Qué decir de Anagrama? El editor Jorge Herralde es un tipo sectario: para él, cultura es sinónimo de izquierdas. Nada de lo que venga de la derecha tiene valor artístico ni intelectual. 

Martín y Herralde, jornaleros cualificados en la construcción del edificio totalitario y dulce en que nos han reservado una celda, se lo tienen bien merecido, como aquel alguacil alguacilado del sueño de Quevedo. Con su pan se lo coman ambos.   




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