Las siete vidas de Ernst Jünger
Ernest Jünger murió en 1998, a los 102 años, la edad que tiene mi padre. Nació en Heidelberg, una ciudad alemana, en 1895, el año del 'caso Dreyfus', el descubrimiento de los rayos X y el nacimiento del cine. Fue testigo de los últimos años de la belle époque y del imperio germánico, participó en dos guerras mundiales, fue acusado de simpatizar con el nazismo, conoció la amenaza nuclear de la guerra fría, retrató a personajes como Picasso, Céline, Heidegger, Cocteau y Margarite Yourcenar, experimentó con el LSD y se dedicó al estudio de la zoología y la botánica... Fue un titán de las letras alemanas; cultivó la novela, el ensayo, los diarios y la poesía. Supo ver que el siglo XXI sería el del dominio de la técnica sobre el espíritu y el arte.
Su obra más celebre, Tempestades de acero, la escribió en la juventud. Narra su participación en la I Guerra Mundial. La escribió al término de la contienda, ayudándose de las anotaciones tomadas en catorce libretas. Sorprende que alguien pudiera encontrar tiempo y tener la concentración necesaria para describir el día a día vivido en las trincheras. Sólo me viene a la memoria Kaputt, de Curzio Malaparte, escrito cuando el autor italiano fue enviado como periodista al frente oriental en la II Guerra Mundial.
En 1914, cuando estalla la Gran Guerra, Ernst Jünger se alista como voluntario en el 73º Regimiento de Fusileros y acaba en el frente francés. El ambiente en la población era de alegría y entusiasmo. Se creía que la guerra estaría ganada en Navidad (las guerras se sabe cuándo comienzan pero nunca cuándo acaban). Al comienzo del libro refleja este ambiente de optimismo: "Y entonces la guerra nos había arrebatado como una borrachera. Habíamos partido hacia el frente bajo una lluvia de flores, en una embriagada atmósfera de rosas y sangre".
El autor alemán, que trabajó como censor en la Francia ocupada años después, sostuvo que la I Guerra Mundial fue la última en la que se combatió por ideales como el amor a la patria y el honor. Algo muy verdadero debe llevarte a arriesgar tu vida siendo un muchacho de 19 años. Estos personajes causan extrañeza, cuando no perplejidad, a un lector de un tiempo en que nadie cree en nada, en un siglo dominado por el nihilismo pronosticado por otro alemán, Friedrich Nietzsche.
Ernst Jünger es actor y espectador de la contienda. Lucha, escribe y lee. En sus horas libres encontraba alivio en la lectura de Orlando furioso, de Ariosto. Llevaba una edición económica en un zurrón. En una conversación con el periodista Antonio Gnoli y el filósofo Franco Volpi, recogida en Los titanes venideros (Ediciones Península), sostiene lo siguiente: "Desde mi perspectiva actual puedo decir que la experiencia de la guerra fue importante, pero muy pobre si la comparamos con la riqueza de experiencias que he tenido a través de la literatura".
Tempestades de acero, elogiada como "el libro de guerra más hermoso que he leído nunca" por André Gide, es una obra maestra, un libro colosal si se me permite la hipérbole, no sólo por las circunstancias tan hostiles en que se concibió, sino por su prosa fría, precisa y quirúrgica al servicio de un relato en que cuenta más la acción que la reflexión. Se ha escrito que Tempestades de acero es un libro que exalta la guerra, una obra contaminada de militarismo. Cierto es que Jünger no es pacifista. Si lo hubiera sido, hubiera escrito Sin novedad en el frente. Describe los horrores de la contienda -los ataques con gas, los muertos que caen a su lado, el frío, el barro y la humedad en las trincheras, los gritos de los mutilados, el valor reconocido al enemigo inglés- con la frialdad de un notario de capital de provincias que ha de dar fe de lo visto en el campo de batalla.
El autor, que alcanzó el rango de alférez, rara vez se deja llevar por la emoción; lo hace cuando su hermano es herido y felizmente sobrevive, o cuando derriba de un tiro a un soldado inglés. Al recordar este lance de la guerra escribe: "Ya no se trataba de o tú o yo. Más tarde he vuelto a pensar en él a menudo; con el paso de los años lo he hecho cada vez con mayor frecuencia. (...) La aflicción penetra hasta las profundidades de nuestros sueños".
Si escribo estas líneas es porque su autor sobrevivió para contar lo vivido. La mayoría de sus compañeros de regimiento murieron en lugares que apenas nos suenan: Les Eparges, Langemarck, Saint-Pierre-Vaast, Guillemont, Cambrai... Dios, la suerte o el destino quisieron que Jünger sobreviviese a las granadas, el gas, las metralletas del enemigo y las bombas. Fue herido siete veces. Lo recuerda en las últimas páginas del libro: "Mi cuerpo había retenido al menos catorce proyectiles que dieron en el blanco, a saber: cinco balas de fusil, dos cascos de metralla de granadas de artillería, un balín de 'shrapnel', cuatro cascos de metralla de granadas de mano y dos cascos de granadas de fusil; contando las entradas y las salidas me habían dejado veinte cicatrices".
Vivió para contarlo este gato de siete vidas. Considerado un héroe en su país, en 1918 fue condecorado con la Ordre pour le Mérite, máxima distinción honorífica que se concede a un militar.
Superviviente de dos guerras mundiales, en 1950 Ernst Jünger se retiró a vivir a Wilflingen, un poblado de la Alta Suabia a pocos kilómetros de la Selva Negra. Los últimos años de su vida los dedicó a viajar y asistir a homenajes. De su extensa obra cabe destacar sus diarios reunidos bajo el título Radiaciones, y la novela Sobre los acantilados de mármol, una crítica indirecta al nazismo.
Allá donde esté, me gustaría saber lo que Ernst Jünger estará pensando sobre los gerifaltes europeos que planifican la próxima guerra en el continente, como si se tratara de un videojuego en que la sangre es una imagen diluida en la pantalla de tu ordenador.