Evocación de un gran polemista inglés
El mundo avanza gracias a los inconformistas. Necesitamos a los excéntricos como el aire para respirar. Si no fuera por ellos, no saldríamos de nuestra 'zona de confort'. Siembran la duda, antesala del conocimiento. Los disidentes del pensamiento hegemónico nos abren los ojos; antes de ellos nos sentíamos orgullosos de una ideas y unas creencias que creíamos nuestras, cuando en realidad eran de otros, los que nos dicen cada mañana cómo y sobre lo que debemos opinar. Los periféricos, al conservar una voz y un acento propios, nos interpelan a seguir caminos antes no recorridos, a buscar humildes verdades entre la confusión de los días, haciéndonos ver lo equivocados que a veces estábamos.
Este tiempo está falto de perros verdes. No se encuentran Unamunos que carguen contra esto y aquello. Faltan espíritus libres y valientes. Todo es insípido, inodoro e incoloro. Todo es de cartón piedra. Humo y mentira. Si uno se asoma a un periódico o una televisión, observará que el mismo discurso se reproduce de manera cansina, con matices apenas perceptibles. Da igual que sean rojos o azules; en el fondo, son muy parecidos. Sirven a sus amos a cambio de una buena soldada. ¿Dónde están los Quevedos del siglo XXI? Se me ocurre citar a Fernando Arrabal pero, a sus 93 años, no cabe exigirle demasiado a su surrealismo provocador; y también está Juan Manuel de Prada, una rara avis en el panorama español, enfrentado a unos y a otros, imposible de encasillar según la caduca y funesta división entre derechas e izquierdas.
La primera vez que supe de Gilbert Keith Chesterton (1874-1936) fue gracias a un artículo de Juan Manuel de Prada. Luego caí en la cuenta de que el escritor zamorano cita al inglés con profusión, venga o no al caso, en el diario monárquico y exconservador. Indagué lo suficiente sobre la figura de Chesterton para animarme a comprar su Autobiografía, publicada en Acantilado. Eso fue en 2008. Por extrañas razones, este libro, que andaba perdido, apareció en casa de mis padres este verano, y contrario a mi costumbre de releer, regresé a sus páginas, por si los diecisiete años transcurridos habían mejorado al lector o al autor, como los vinos que maduran en barrica.
Chesterton debió de tener tantos enemigos como promesas incumplidas por un gobernante occidental. Todo el que dice la verdad, su frágil verdad, se enfrenta adversarios. Lo primero que sorprende de su Autobiografía es que el autor nacido en el barrio londinense de Kensington fuese un hombre feliz. Chesterton era agradecido: daba gracias por haber nacido. La vida no le debía nada; era él que le debía a la vida. Apologeta de "la religión de la gratitud", escribe: "El objetivo de la vida es la capacidad de apreciar". Fue un niño en una familia de una clase media de la que se sentía orgulloso. Su padre era agente inmobiliario. Lamentablemente, Chesterton no pudo presumir del divorcio de sus padres, porque no lo hubo, ni de haber acudido a la consulta de un psiquiatra cuando era niño, ni haber sufrido los abusos de un tío materno. Su infancia, según lo que relata en el libro, fue de una placidez despreciable.
Se vanagloriaba Chesterton de ser el último de la clase en la escuela. Como profesor puedo dar fe de que siempre hay un tapado de cualidades extraordinarias que no lo demuestra. Le basta con pasar desapercibido. Llega más lejos que sus compañeros con expedientes sobresalientes. A nuestro protagonista le gustaba dibujar; quizá por esa razón, cuando dejó la turbia adolescencia, se matriculó en la Escuela de Bellas Artes. Sentía debilidad por dibujar pero también por escribir. Fue precoz en alumbrar sus primeros poemas.
Chesterton se consideró periodista, por encima de todo. Se hizo periodista, dice en su Autobiografía, porque le gustaba polemizar. Nos imaginamos a este hombre disparando contra las ideas dominantes de su época. ¿Cómo era Chesterton? Padeció una evolución ideológica (cuando aún creía en las ideologías, ¡esa farsa!): simpatizó con los anarquistas, fue socialista, luego se hizo liberal y, por último, para escándalo de sus compatriotas anglicanos, abrazó la fe católica. "Estoy orgulloso de creer en la confesión y en el Papa", dice quien practicó el espiritismo.
Este hombre de pelo canoso y mostacho poblado, que usaba lentes, tuvo el coraje de enfrentarse a sus contemporáneos. Esto lo hace especialmente delicioso. Fue antiimperalista británico pero también pacifista. ¿Cómo se compadece esto? Cuando estallaron las guerras de los bóers, en lo que hoy es conocido como Suráfrica, se puso del lado de estos y no de sus compatriotas. Chesterton afirma que la única guerra defendible es la defensiva. Abominaba de las guerras por controlar el petróleo y otros recursos naturales -¿recordáis Irak?-, pero defiende "la guerra entre civilizaciones y religiones para decidir el destino moral de la Humanidad".
Como periodista dirigió, junto con su hermano Cecil, que murió en la I Guerra Mundial, campañas contra la corrupción política en su país. Denunciaron a diputados y ministros que especularon en Bolsa. Un juego de niños si lo comparamos con lo que sucede hoy. Después de participar en distintas campañas electorales del Partido Liberal, Chesterton tenía una opinión crítica de los políticos de su tiempo. La política es un asunto de dinero, reflexiona. Se preguntaba cómo el más incompetente acababa siendo el candidato del distrito. Eso le llevaba a simpatizar más con los revolucionarios que con los reformistas. Detestaba a los escépticos y denunciaba "la odiosa farsa de la moderación" a la que, un siglo después, nos sumamos algunos con la modestia debida y sin su enorme talento.
Para él, la democracia había acabado siendo una plutocracia. Refiriéndose a Westminster, escribe: "El Parlamento había pasado a significar únicamente el gobierno secreto de los ricos". Criticaba lo que a nosotros, pobres españoles sin patria en la que mirarnos, nos resulta familiar. Como periodista se veía amenazado por el delito de difamación (hoy podríamos llamarlo delito de odio): "La difamación se ha convertido en un arma con la que aplastar cualquier crítica a los poderes que hoy gobiernan el Estado".
Chesterton descreía del valor de sus novelas, inferior a sus escritos periodísticos, en su opinión. Como trabajaba con ideas y no con personajes, pensaba que su obra narrativa carecía de importancia. Lo dice el autor de El hombre que fue jueves, El Napoleón de Notting Hill y, sobre todo, el creador de la saga del padre Brown, esa suerte de detective rechoncho, cura católico, que resuelve toda clase de crímenes espeluznantes. Chesterton se inspiró en el sacerdote John O'Connor para crear su personaje.
Por su trabajo como periodista, Chesterton conoció a las grandes personalidades de su época. Trató a políticos como Balfour, Lloyd George y Churchill, y a escritores como Thomas Hardy, Henry James, William B. Yeats, Bernard Shaw y H. G. Wells. Pero seguía siendo un niño. Añoraba el "paraíso maravilloso de la infancia". Cuando echa la vista atrás para hacer balance, después de ser testigo de las guerras de Irlanda como corresponsal de prensa, asistir a las revueltas de árabes contra judíos en Jerusalén y haber oído hablar del Ku Kus Klan en Tejas, Chesterton se queda con el momento más hermoso de su vida, cuando veía, siendo un niño, cómo un hombre con una llave dorada cruzaba un puente en un teatro de juguete que su padre le había comprado. Desde entonces no dejó de jugar.