Baroja sabe a verdad
La visita a librerías de lance depara sorpresas agradables. En una de ellas encontré La intuición y el estilo, el quinto tomo de las memorias de Pío Baroja, Desde la última vuelta del camino (Ed. Caro Reggio). Hace dos años me compré, para celebrar mi cumpleaños, el segundo tomo, Familia, infancia y juventud (Ed. Cátedra). Entonces descubrí que el escritor vasco acabó la carrera de Medicina en Valencia, adonde se trasladó porque a su padre, que era ingeniero de minas, le ofrecieron una vacante. En Madrid no se hubiera licenciado. Varios varios profesores se la tenían jurada.
Desde la última vuelta del camino es una obra crepuscular. El primer tomo y parte del segundo se publicaron, por entregas, en la revista Semana, fundada por Manuel Aznar en 1939. Este Aznar fue abuelo del que ha sido presidente del Gobierno en el actual régimen. Son siete tomos que vieron la luz a lo largo de la década de los cuarenta. Como escribe Francisco García Pavón en el prólogo de La intuición y el estilo, nos hallamos ante unas memorias singulares que nada tienen que ver con una autobiografía.
Las memorias de Baroja contienen un poco de todo: reflexiones sobre el proceso de creación y valoración de los movimientos y autores literarios, reportajes, artículos, recuerdos deshilvanados... Es Baroja en estado puro. No hay un orden ni, de lejos, una estructura. Él lo reconoce en el libros: "Yo escribo mis libros sin plan; si hiciera un plan, no llegaría al fin". El autor parece olvidar lo que ha dicho páginas atrás y vuelve a repetirlo, como el caminante que sale a pasear sin rumbo. Una misma idea la puedes leer, casi con las mismas palabras, en distintos capítulos.
Estos defectos formales u olvidos en quien ha puesto un pie en la vejez no restan mérito a La intuición y el estilo. Baroja tiene la autoridad de quien se ha consagrado como autor principal de la literatura española del siglo XX. Un grafómano incansable, alguien que renunció a otras vías profesionales más lucrativas -la medicina y la panadería de la familia- para saltar a las aguas movedizas de la literatura. Como tantos otros escritores, don Pío se vino a Madrid y se puso a la cola. Y triunfó gracias a su constancia, al trabajo, a la humildad y a una excepcional capacidad de observación de personas y paisajes. Fue un gran retratista de tipos humanos.
El Baroja de las memorias comparte el pesimismo nietzschiano del protagonista de El árbol de la vida, Andrés Hurtado, con una notable diferencia: si albergaba alguna duda sobre la estupidez del ser humano en 1911, año de publicación de aquella novela, dejó de tenerla después de los 70 millones de muertos de la II Guerra Mundial. "La alegría ha muerto en Europa", escribe. El mundo está sometido "al imperio de la mediocridad". El futuro está en manos del hombre-masa. La uniformidad se impone. El poder del Estado avanza a costa del individuo. La igualdad "tiraniza" la libertad. Ochenta años después de ser escritas estas opiniones, es claro que Baroja vio venir el mundo de hoy.
Desde su juventud simpatiza con el anarquismo. Defiende la libertad del individuo por encima de todo. Descree de ideologías y religiones. En estas memorias arremete por igual contra el nazismo, el fascismo y el comunismo. Reconoce que no pudo leer Mi lucha, de Hitler, al que tilda de demagogo histriónico. Le tenía especial aversión a los charlatanes en política y literatura, lo que él llama "verbalismo puro". Estuvo a punto de que lo mataran unos carlistas al comienzo de la guerra civil.
Baroja admira los progresos de la ciencia, que ha dado genios como Einstein en el siglo XX. Sin embargo, opina que el arte permanece estancado. A su juicio, nada relevante ha sucedido en la literatura desde 1900. Se ríe del cubismo y no concede ningún valor al resto de las vanguardias. Gran lector no menciona, sin embargo, a escritores capitales como Kafka, Joyce y Faulkner.
Como buen español, Baroja se deja llevar por sus filias y fobias al expresar sus gustos literarios. Hace muy bien. En la lista de los escritores que merecen su estima figuran Plauto, Eurípides, Ortega, Azorín, Cervantes, Voltaire, Chamfort, Shakespeare y Dostoievski; por el contrario, hay autores que carecen de interés para él: Rousseau, Valery, Mallarmé, Valle-Inclán y Wilde, entre otros.
Tenía fama de huraño y solitario, también de andarín. Le gustaba pasear por los barrios pobres de Madrid. En la periferia miserable de la gran ciudad, encontró material para su primera novela, La busca. En esa época, la de comienzos del siglo XX, se desarrolla la trama de Los crímenes del Retiro (Ed. Salamandra), escrita por mi amigo Pedro Herrasti. Baroja es uno de sus personajes principales. Su papel es ayudar al joven policía Miguel Herranz a resolver asesinatos en Madrid.
Pese a su fama de perro verde, los que lo conocieron bien destacan su carácter amable. En su último domicilio de la calle Ruiz de Alarcón, enfrente del Retiro, el autor de Zalacaín el aventurero recibía a todo aquel que quisiera hablar con él. Un desconocido Cela le dio a leer el manuscrito de La familia de Pascual Duarte para pedirle consejo. Un novelista novel Juan Benet asistió a sus tertulias. También fue visitado por el periodista César González-Ruano.
Baroja es el autor que mejor resiste de la generación del 98, de la que siempre renegó. ¿Por qué? Cuando lo lees, intuyes un autor auténtico detrás de sus páginas. Baroja no compadrea, no transige, no cede en sus convicciones. Es valiente defendiendo su "arisca independencia", como escribe García Pavón. Sabe a verdad. Esto es un enorme mérito en un país con tantos escritores paniaguados, titiriteros del elogio interesado, que no escriben una palabra que pueda ofender al mandarín de turno.
Baroja murió en 1957. Como ateo mandó ser enterrado en el cementerio civil de Madrid. Al sepelio acudió Ernest Hemingway. Cela fue uno de los que portó el ataúd. Es un milagro que después de tanto tiempo se le siga leyendo, mientras la mayoría de sus coetáneos, seguramente más simpáticos que él, permanecen en el olvido.
A la larga, ser independiente sale a cuenta.