Los sitios de mi recreo

"Vivo en la Villa Borghese. No hay ni pizca de suciedad en ninguna parte, ni una silla fuera de su lugar. Aquí estamos todos solos y estamos muertos". Así comienza Trópico de Cáncer, la novela autobiográfica que dio a a conocer a Henry Miller en el mundo. Es uno de los mejores arranques de un libro que he leído. Miller tenía 43 años cuando publicó su primera novela. Era el año 1934. Unas líneas más abajo escribe: "No tengo dinero, ni recursos, ni esperanzas. Soy el hombre más feliz del mundo"

Miller narró su estancia en el París de los primeros años treinta. Allí conoció a Anaïs Nin. Trópico de Cáncer es lo mejor de su obra narrativa. Sin darme cuenta, lo leí en dos momentos distintos de mi vida: en 1997, estando en Benidorm, y en 2012, en Valencia. ¿Cómo es posible que no recordarse haberlo leído antes? En fin, las cabezas no rigen como deberían. 

¿Se lee hoy a Miller? Lo dudo. Parece un poco abandonado, como tantos otros de su generación. En su contra juega que Miller es un escritor macho, como Norman Mailer. Chirría con el suave y dulce espíritu de estos tiempos. Es lógico que se le lea poco en una época en que cualquier escritor, si desea triunfar, se la tiene que coger con papel de fumar para no molestar al censor de la esquina. ¡Uy, uy, lo que he dicho!

La autocensura es la peste bubónica de nuestro tiempo. 

La fascinación que sentí al leer Trópico de Cáncer me llevó a comprar la trilogía formada por Sexus, Plexus y Nexus, y después El tiempo de los asesinos, un ensayo sobre Arthur Rimbaud, que lo tengo guardado entre algodones. El poeta francés fue un maldito, como el escritor neoyorquino. Miller se identificó con él. Ambos creyeron que "cierta" destrucción es necesaria en el arte. Para construir antes hay que demoler. El siglo XX fue ese tiempo de asesinos del que Miller abominaba. "La política se ha convertido en un negocio de pistoleros", escribió. ¿Qué diría del siglo XXI? Los políticos del siglo pasado parecen seminaristas eunucos en comparación con los de hoy. 

Los escritores que nos maravillaron en el pasado pueden no decirnos nada en el presente. Me pasó con Miller. Hace dos veranos, en la Cuesta de Moyano de Madrid, compré Trópico de Capricornio, en una edición de la vieja Alfaguara. Lo dejé a mitad, en la página 204. Es raro, porque a mis autores favoritos les concedo una, dos y hasta tres oportunidades, pero no pude con él. 

No cerré la puerta, sólo la entorné, como sucede con algunas relaciones personales. Hace un mes adquirí Leer en el retrete (Navona Ficciones), un opúsculo de 50 páginas en el que Henry Miller reflexiona sobre la costumbre -afortunadamente no muy extendida- de leer sentado en un wáter. El escritor arremete contra esta práctica, pues la lectura requiere concentración, y esta no se da si se comparte con el tedioso hacer de vientre. Se refiere también a las familias de su país que tenían una estantería en el cuarto de baño. ¡Qué cosas! 


Miller revela que su lugar favorito para leer es el corazón de un bosque. No fue siempre así. De joven leyó en posiciones incómodas, de pie, apretujado entre viajeros, en trenes que lo llevaban al trabajo. Lo despidieron por leer a Nietzsche cuando tenía que corregir un catálogo de venta por correo. "Fue una suerte que me despidieran", confiesa. 

Como recuerda Enrique de Hériz, el malogrado autor de Mentira, en el epílogo que cierra el libro, Miller no recomienda ni un solo libro, pero sí aclara lo que no se debe leer. Es decir, muestra el anticanon. No hay que leer ciertas novelas históricas -¿qué pensaría de los Marcos Chicot de esta década?-, ni a filósofos ininteligibles como Wittgenstein. Tampoco siente debilidad por clásicos como Homero, Shakespeare y Dante.  

¿Dónde leo yo? Los sitios de mi recreo son dos: el sofá en las mañanas de los fines de semana, y la cama por las tardes y las noches. El final del día es mi momento preferido. Unos toman valeriana para dormir, y yo leo unas páginas durante veinte o treinta minutos. No puedo leer sentado. Por eso no he sido amigo de las bibliotecas. Tampoco soy de leer en la playa. En cambio, si viajo en el metro, me complacer abrir un ejemplar si es de pocas páginas, como el ensayo Desorden global. Notas sobre el mundo que viene (Tirant Humanidades), de mi paisano Juan Romero. No se me ocurriría llevarme El idiota, de Dostoievski, con sus 825 páginas. Lo tengo a punto de acabar. 


Últimamente me cuesta concentrarme en la lectura. Creo que esto nos ocurre cada vez más a los que pertenecemos a la divina secta de los bibliófilos. Hay demasiadas distracciones a nuestro alrededor. Y ruido, mucho ruido. Pese a ello, intento abstraerme para gozar de una buena novela o de un poemario. Elijo siempre en papel, nunca electrónico. Nada de audiolibros. Honremos a Gutenberg. 

Por razones económicas me decanto por los libros de bolsillo (12-15 euros es el precio razonable) o por las oportunidades. Rara vez me arriesgo con una novedad literaria que cueste más de 20 euros. No compensa el riesgo. Es mucho lo que se puede perder. Lo siento por el bucanero cartagenero, por don Arturo Pérez-Reverte. Ya me contaréis lo último de Alatriste si se da la ocasión. 

Al final, en esto de leer no importa el cómo, el cuándo ni el dónde. Lo que cuenta es la voluntad de abrir un paréntesis en la vida para soñar otros mundos, de la mano de personajes que endulzarán nuestras tristezas y aliviarán el peso de la rutina. No importa si este acto maravilloso se da en el retrete, en un banco del parque de Abelardo Sánchez o en una hamaca colgada entre dos árboles, como si fuésemos Robert Louis Stevenson, en compañía de sus amigos nativos, en Tahití. La lectura es la categoría; la forma de hacerlo es la anécdota. 




Entradas populares de este blog

Deja que los muertos entierren a los muertos

Una presencia llamada Yann

Una bella historia de amistad