Y, de repente, un milagro
Muy rara vez se dan los milagros tanto en la vida como en la literatura. Pero a veces suceden, creedme. Es como ese tesoro que nos pasamos la vida buscando, y un buen día, sin esperarlo, lo encontramos a los pies de un árbol. Hay que indagar mucho, leer sobremanera, para dar con el milagro de una isla.
El milagro lleva por título Helena o el mar del verano, publicado por Ínsula, nada menos que en 1952. Su autor es Julián Ayesta. Lo compré en el Rastro de Albacete, un domingo cargado de nubes inciertas como hoy. Vergüenza me da confesar lo que pagué por esta joya. He vuelto a releerlo en la edición de Acantilado. Me ha deslumbrado más que la primera vez.
¿Cómo se pudo escribir esta novelita, de apenas 80 páginas, en la posguerra? Cuenta la historia de amor entre dos niños, narrada por el protagonista del que no conoceremos su nombre. Ese amor de pantalones cortos que nos acompañará hasta el fin de los días. Helena o el mar del verano, dividido en tres capítulos, transcurre en verano, en la costa asturiana, y en invierno, en un colegio de religiosos. Es difícil hallar un final tan hermoso, confundida la ternura con el lirismo, en una novela española.
"Y todo era como un gran arco y nosotros lo íbamos pasando y al otro lado estaba nuestro mundo y nuestro tiempo y nuestro sol y nuestra luz y nuestra noche y estrellas y montes y pájaros y siempre...".
Julián Ayesta, maestro en el empleo del polisíndeton, es todavía un desconocido para el gran público lector, pero poco a poco su nombre, gracias a la grandeza de su única novela, se abre paso firme entre la literatura de baratillo, escrita por autores que el Régimen mima con regalos a cargo del presupuesto: bien concediéndoles premios nacionales cubiertos de mierda; bien mediante conferencias pagadas a precio de oro; bien con turismo encubierto en la forma de asistencia a ferias del libro, etc.
En las décadas de los cuarenta y cincuenta, Ayesta (1919-1996) escribió, además de Helena, obras de teatro y cuentos. Estos últimos han sido editados por la valenciana Pre-Textos. Fue asiduo del café Gijón. Conoció a Cela, que tenía una buena opinión de él. Pudo elegir entre la literatura y la diplomacia, y escogió la segunda. Licenciado en Derecho y Filosofía y Letras, aprobó una oposiciones en el cuerpo diplomático. Como alto funcionario fue enviado a Beirut, Viena, Bogotá, Amsterdam y Sudán, hasta llegar a su último destino: ser embajador español en Yugoslavia (1984-1986).
¿Qué hubiera sucedido de seguir el consejo de Cela de centrarse en la literatura? Quedará siempre la duda. Pero al caso importa poco, pues el autor asturiano es un principal de la narrativa española del siglo XX, además con una obra muy breve, como Rulfo, Lampedusa o nuestro Jorge Manrique. Otros escritores insisten e insisten, aturdiéndonos con mamotretos de cientos de páginas y, pese a contar con el apoyo de críticos y editores, mueren en la orilla. Nadie se acordará de ellos —y ellas— después de muertos.
Tiene lógica que Ayesta tardase tanto en salir del anonimato. El amor estival entre dos niños, un amor escrito en la arena de la playa con dulzura y gotas de sensualidad, casaba mal con lo que se escribía en los cincuenta. Era la moda del realismo social, que comienza con La colmena (1951) y que continúa, con unos u otros matices, en las obras, hoy justamente olvidadas, de Alfonso Grosso, Armando López Salinas, Jesús Fernández Santos y José López Pacheco.
La 'banda de los cuatro' —Ignacio Aldecoa, Rafael Sánchez Ferlosio, su entonces mujer Carmen Martín Gaite y Juan García Hortelano— puede adscribirse también al realismo social en sus comienzos. Estos autores han gozado de mejor suerte que los anteriores, gracias al propósito de la crítica y el mundo editorial por mantener vivas sus obras, que poseen, en algunos casos, destellos de calidad.
Además de que su propuesta estética chocaba con el realismo albañil de los cincuenta, hubo consideraciones extraliterarias que jugaron en contra de Julián Ayesta. Su origen social (era hijo de familia bien de Gijón) y su militancia en Falange desde los quince años lo emparentaron con la literatura azul mahón de la posguerra, algo descabellado si se compara la elegante y sutil prosa de Helena con la retórica artificial y huera de algunos escritores joseantonianos.
En ocasiones se hace justicia poética, y esta vez celebramos que la haya habido. Ayesta es escritor de porvenir con una novela de hace más de ochenta años. Acantilado va por la decimocuarta edición. Esto es extraño, sumamente extraño. De ahí el milagro. Ayesta se salió del carril establecido; fue a contracorriente con una ficción que nos habla de una verdad eterna, el paraíso de la infancia, la patria de la que no se puede renegar.
En Helena o el mar del verano hay lirismo, poder de sugestión, belleza, inocencia y sensualidad. Las palabras brillan y suenan en perfecta sinfonía. Imaginaos que es verano y que volvéis a ser niños y que esperáis a que se vayan los mayores a dormir —tía Honorina, la primera—, para entrar en el cuarto de las niñas, y cogéis las almohadas de vuestras camas y la emprendéis a golpes con ellas. Y las niñas, una vez recuperadas del susto, con Helena a la cabeza, os pagan con la misma moneda, lanzándoos sus almohadas a la cara, y se monta la de Dios, casi como la batalla de Verdún, y tía Honorina, alertada por los gritos, corre por el pasillo, abre la puerta y, después de encender la luz, dice con el rostro desencajado:
—¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me enviaste esta cruz, Señor?