Huérfanos de Umbral

A la vuelta de mi reciente viaje a Madrid creí haber perdido un libro. El hijo de Greta Garbo, de Francisco Umbral (editorial Austral). Me lo había olvidado en la habitación del hostal. Me quedaba poco para acabarlo. Es una novela -si así se puede considerar- que tenía pendiente desde hace muchos años, pero no encontraba la ocasión para leerla. Publicada en 1982, la historia recrea la relación del Umbral niño y adolescente con su madre soltera en el Valladolid de la República, la guerra y la posguerra. La madre, de ideas azañistas, murió joven, de tuberculosis. El hijo de Greta Garbo es una elegía a la madre perdida, como Mortal y rosa, la obra maestra de Umbral, es el lamento por su niño muerto a los seis años.

Vuelvo siempre a Umbral en prueba de agradecimiento. Fue uno de mis amores de juventud. Pocos libros me han hecho tan feliz con su lectura. Uno de ellos fue Trilogía de Madrid, leído en las noches de una primavera universitaria. Me colmó de felicidad cuando me estrenaba en el traje de la vida. Sólo recuerdo otro que me haya producido semejante y duradera impresión, La Habana para un infante difunto, de Guillermo Cabrera Infante. 

Desde la lectura de su primera biografía, Larra, anatomía de un dandi, he sido asiduo y voraz lector de su obra. La biblioteca de mi casa es prueba de mi devoción por uno de los grandes prosistas de la segunda mitad del siglo XX. Umbral no es sólo el escritor de periódicos que sus críticos nos quieren hacer creer, resaltando su brillantez como columnista, en la mejor tradición de Azorín, Camba y González-Ruano, para despreciarlo como narrador. Umbral es mucho más que eso. Su obra narrativa bebe en las aguas del pozo agridulce de la memoria. Como Montaigne, el escritor de Valladolid es la materia de sus libros. Hay una literatura construida con la memoria y otra que se levanta con la imaginación. Umbral es ejemplo de la primera.

Lo conocí en persona el 20 de noviembre de 1989. Había aceptado que lo entrevistara para el suplemento cultural de Las Provincias. Quedamos en el café Gijón esa tarde de otoño. Fue encantador conmigo. Contestó a todas mis preguntas. Estaba sordo de un oído. Era como me lo había imaginado: alto y elegante, dueño de una voz grave y reconocible a mil leguas, era el Umbral tierno, culto y cínico que me había conquistado con sus Memorias de un niño de derechas y Las ninfas, premio Nadal el año que murió Franco. Puede imaginarse mi temblor al estar entrevistando a un ídolo de mi juventud. Conservo el ejemplar de Mortal y rosa que me dedicó: "A Javier Carrasco, con la amistad de su compañero y amigo Francisco Umbral".

De salud quebradiza, herencia tal vez de su madre, Umbral, enfermo sobre todo de literatura, nos dejó a finales de agosto de 2007. Queda una fundación a su nombre, gestionada por su exmujer, María España. Y también un premio literario. Desde entonces no ha tenido sucesor en la prensa indígena, por muchos epígonos que le hayan salido. Su vacío sigue sin cubrir. Se le lee poco, cada vez menos. Acusa el olvido de todo escritor después de muerto. Ese olvido es relativo, cierto es, porque sus huérfanos regresamos, de cuando en cuando, a sus páginas escritas con los metales sagrados de la memoria, el amor y la belleza. De esta manera intentamos honrar su literatura, cadáver exquisito que nos negamos a enterrar.    




Entradas populares de este blog

El bucanero cartagenero

Deja que los muertos entierren a los muertos

A los últimos mohicanos de la verdadera literatura