El bucanero cartagenero

Recién estrenado agosto, viajé a La Manga con un doble propósito: descansar del tedio valenciano, con su calor húmedo, sus moscas y sus obreros perturbando el descanso estival, y saludar a don Arturo Pérez-Reverte. Lo primero lo conseguí, a poco que lo intenté, pero lo segundo quedó pendiente para mejor ocasión. He de confesar que albergaba dudas, si bien el lugar y la época del año me hicieron alentar la esperanza -ingenua, como pudo verse después- de que el insigne académico pasaría unos días de vacaciones en La Manga o Cabo de Palos, en ambos casos término municipal de Cartagena, lugar donde el escritor nació hace muchos pero que muchos años. 

Lejos estuvo mi búsqueda de ser improvisada, pues en las tardes de julio me hice un croquis de lugares donde el autor de El italiano podía dejarse caer en agosto. Empecé por el paseo marítimo de Cabo de Palos, por si lo veía salir a navegar, dada su conocida afición al mar, pero no hubo tal. A muy pocos pasos, me acerqué a la escuela de buceo con idéntico resultado. Esperé a la hora de la comida y fui recorriendo los restaurantes del paseo, deteniéndome en todos ellos, preguntando a los camareros -en La Tana se ofrecieron a llamarme si lo veían-, sin que nadie me pudiese dar fe del ilustre murciano (con perdón). Mi última tentativa en Cabo de Palos fue entrar en la heladería Busquets, donde camareros muy jóvenes, casi de la edad de mi sobrino, me dijeron que no habían oído hablar de él. Me sorprendió tal desconocimiento.

Encontrarme con don Arturo hubiese sido la repera, porque esos días volvió a armarla con el artículo Oikofobia, odiar la casa donde vives, en el que pronostica el triunfo del islamismo sobre un Occidente gagá, que en su castigo llevará la penitencia. Fue valiente el escritor, ya de vuelta de todo, al mencionar un asunto controvertido sobre el que la mayoría de los intelectuales patrios, acaso recordando precedentes dramáticos en la vecina Francia, callan para no buscarse líos. Aprecian seguir afeitándose el cuello.

No obstante, en La Manga también lo busqué, y no en pocos sitios, de día y de noche: por la mañana pregunté por él en la heladería Pedregal, donde solía yo tomar un café con leche; a mediodía en el restaurante Isla Cristina, en la urbanización Nuevo Puerto Bello, y por la noche en Plaza Bohemia, donde le seguí la pista en la pizzería Mamma Bohemia y el pub Ya Te Vale, un local de música indie donde sirven unos gin-tonic que te mueres. Esa noche, perdida toda esperanza de hallarlo, me tomé dos a su salud. 

Conocí a don Arturo a comienzos de los años noventa. Él acababa de volver de contarnos la carnicería yugoslava y estaba haciendo pasillos en Torrespaña. Entonces Ramón Colom (¿o era Culón?) dirigía Televisión Española. Otro socialista catalán al frente de un organismo público, y ya van... No parece que Pérez-Reverte y Colom-Culón se llevasen muy bien. Por eso, el entonces periodista carecía de una función encomendada en TVE. Fui a entrevistarlo a propósito de la publicación de su novela La tabla de Flandes. Era un tipo flaco, fibrado, como se dice ahora, con un mentón que me recordaba a Kirk Douglas. Llevaba gafas entonces. 

Poco tardó en marcharse de la televisión pública para centrarse en su carrera de escritor. Le ha ido muy bien. Es un estajanovista de las letras. Publica un, dos o incluso tres libros al año. ¡Qué fecundidad la suya! A veces uno piensa que puede tener un taller literario trabajando a sus órdenes, como sus admirados Balzac y Dumas. Me inclino, sin embargo, por la opinión de que es un escritor disciplinado que pone el culo en el asiento a las ocho de la mañana y no lo despega hasta la hora de comer. Desde El húsar, la primera novela publicada en 1986, su obra reúne cerca de cuarenta títulos. Es un novelista eficaz y fácil de leer; sabe cómo contar una historia para atraer a un público que busca entretenerse.  

El escritor tuvo la habilidad de convertirse en un personaje público. Pasó con Antonio Gala y Terenci Moix, a quienes nadie lee hoy. Eran las folclóricas de la literatura, dicho con el debido respeto. El señor Pérez-Reverte cultiva una imagen de lobo de mar de nuestras letras, de hábil polemista con sus artículos y tuits, de francotirador que sabe elegir sus blancos, valiéndose de un discurso estudiadamente bronco y macho que algunos nos sabemos de memoria. Es muy previsible don Arturo si lo has seguido. Lo que nunca le perdonaremos son sus elogios al tirano de nuestro tiempo, que pone como ejemplo de político maquiavélico. ¡Pobre don Nicolás! ¡Cuántas sandeces se han dicho en su nombre!

Regresé a casa de vacío, sin dar con el pirata de la RAE. Haciendo memoria, creo haberme leído media docena de libros suyos. Es imposible ponerse al día con sus obras completas, ya que crecen por meses. Me quedo con El húsar, cuya acción se sitúa en la guerra de la Independencia, y Hombres buenos, que relata las peripecias de dos académicos españoles en la Francia prerrevolucionaria. También me gustó El pintor de batallas

Como decíamos, su literatura portátil es de entretenimiento, escrita con honradez y profesionalidad. En la afirmación de que sus libros sirven para distraerse, sin mayores complejidades, no debe verse asomo de crítica. Ha de haber sitio para todos en la literatura. Cada escritor sabe en qué liga juega. Don Arturo eligió la suya y le salió bien. Es el escritor que más vende en España, además de ser un personaje célebre. Le honra haber dicho que de su obra no quedará nada después de muerto. Porque será verdad.    


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