Nos gustaría ser Edmundo Dantés



Hay libros que ocupan un lugar privilegiado en la memoria. Se lo merecen porque su lectura nos procuró la felicidad. Suelen ser muy pocos. El estreno reciente de una película me ha recordado que uno de esos libros es El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas. Lo leí convaleciente de una operación de la espalda, hace doce años. Ocupé un mes en leer los dos volúmenes en que la editorial había dividido la novela. Asegurar que fue experiencia dichosa es decir la verdad. Me hizo tanto bien como las medicinas que me calmaron el dolor. 

Ahora la historia de Edmundo Dantés, publicada en 1844, vuelve a cobrar vigencia a raíz, como decía, del lanzamiento de la película francesa dirigida por Matthieu Delaporte y Alexandre de La Patallière, y protagonizada por Pierre Niney, que encarna al conde de Montecristo. La película, de tres horas de duración, se permite ciertas licencias respecto a la obra, omitiendo o cambiando el sentido de algunos pasajes, lo que le puede restar crédito, a juicio de algunos lectores puristas. Con todo, la adaptación cinematográfica de la novela de Dumas -una más entre las que le preceden- es una propuesta digna de ser vista, por el notable trabajo de los directores y los actores.

Camino de cumplir su bicentenario, El conde de Montecristo es un clásico de la literatura de aventuras. Nació en el siglo XIX, un periodo extraordinariamente fecundo en el despliegue de sus dos principales escuelas: el Romanticismo y el Realismo. La constelación de talentos fue extraordinaria en Europa, allá donde se mire: Gran Bretaña (las hermanas Brontë, Charles Dickens, Wilkie Collins, Stevenson, Conan Doyle), Francia (Stendhal, Dumas, Balzac, Flaubert, Maupassant, Zola), Rusia (Gógol, Turgueniev, Dostoievski, Tolstói, Chéjov) y España (Galdós y Clarín). La literatura decimonónica sigue leyéndose porque es maestra en contar historias y en construir personajes. Ni más ni menos. Cualquier lector, aun con una mínima sensibilidad literaria, puede reconocerse en ellos. 

Como D'Artagnan y sus tres mosqueteros, creados también por la pluma de Dumas, Edmundo Dantés no necesita presentación porque es universalmente conocido. Pocos personajes han alcanzado esta categoría en la literatura universal. ¿Quién no ha oído hablar de la venganza del conde de Montecristo contra aquellos que lo traicionaron acusándole de conspirador napoleónico, acabando preso en el castillo de If durante 14 años, hasta que logró escapar con la ayuda del abate Faria? ¿Quién no se ha visto fascinado por la transformación del novio de Mercedes Herrera en un rico implacable que hará pagar lo hecho a personajes despreciables como Fernando Mondengo, conde de Morcef; el fiscal Gérard de Villefort  (siempre hay un villano que es fiscal) y el barón Danglars?

Perdida la fe en la justicia humana (hoy tendríamos muchas razones para compartir semejante descreimiento), Edmundo se venga de los traidores. Él matiza: no es un acto de venganza; es un acto de justicia. Sea como fuere, triunfa en su empeño, y hasta muestra cierta piedad al final de la historia, la que no tuvieron con él, un joven que perdió la juventud por culpa de la envidia. 

No sé si compartiría Alejandro Dumas lo que voy a escribir. Confío en que sí. La literatura es también un acto de venganza. ¡Vaya sí lo es! Contra el mundo, contra las leyes humanas, contra la pordiosera realidad. Quien está cómodo con el papel y el lugar que le asignaron, no necesita escribir. Le basta esperar al fin de semana para consumir su felicidad etiquetada. La venganza es un combustible formidable para escribir. Sólo escriben aquellos locos quijotescos que buscan escapar de la realidad inventándose historias. La ficción, cualquier ficción, les ayuda a conllevar el oficio de la vida. 

Confiar y esperar es lo único que les queda. 



  

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