El chicle hitleriano

Me gusta leer sobre historia, más si cabe si se refiere a la era contemporánea. Uno de mis periodos favoritos es el nazismo. Busco entender aquellos años en libros escritos por historiadores que consideran su materia como una ciencia y no como un relato de buenos y manos. Rigor frente a fantasía. En mi biblioteca ocupa un lugar destacado la biografía de Ian Kershaw sobre Adolf Hitler, editado por Península en dos volúmenes. Los heredé de mi tía Remedios, quien compartía también la afición a la historia. 

Este verano reviví los tiempos del nazismo con una película y un libro. Antes de centrarme en el segundo, ya que esto es un blog literario, recomiendo La caída de los dioses, de Luchino Visconti, estrenada en 1969. Junto con El hundimiento, es la película que más me gusta sobre el nazismo. La película de Visconti retrata la crisis de una familia de industriales cuando Hitler toma el poder en Alemania. Deberán adaptarse al movimiento hitleriano para sobrevivir, pero no todos lo conseguirán. Hoy Visconti, aristócrata, marxista y homosexual, es un cineasta de culto, de una sensibilidad tan exquisita que tiene difícil encaje en el mundo grosero de nuestros días. 

De Adolf a Hitler. La construcción de un nazi (Debolsillo), del historiador alemán Thomas Weber, es el libro que antes os anticipaba. Trata sobre los años de formación del futuro líder nazi, desde el final de la I Guerra Mundial (1918) hasta el fracaso del putsch cervecero de 1923. Es un extraordinario trabajo de investigación sobre la transformación de un donnadie, que llega a dormir en albergues, en un político carismático que arrastra a las masas. Su carrera política se inicia en Múnich, lugar donde recala después de finalizada la contienda. 

A los treinta años Hitler es un hombre sin norte, obligado a reengancharse en el Ejército alemán porque no tiene donde caerse muerto, literalmente. Al terminar la guerra, sus ahorros se reducían a quince marcos con treinta peniques. No había demostrado dotes de mando mientras duró la Gran Guerra, donde fue herido en dos ocasiones; en una de ellas estuvo a punto de quedarse ciego. Lo cuenta en Mi lucha, escrito en la fortaleza de Landsberg, donde cumplió condena, durante nueve meses, por el golpe de Estado fallido de 1923.

A la luz de la lectura del ensayo de Thomas Weber se desprende que el cabo austríaco -que, como notas curiosas, medía 1,75 metros, tenía los ojos azules y un solo testículo, y prohibía ser fotografiado en los mítines de los primeros años- fue un oportunista al principio de su carrera política. En 1919 coqueteó con la izquierda aceptando servir como militar a la república de Baviera, nacida de la revolución bávara, luego aplastada por las fuerzas enviadas por Berlín. Comenzó su labor de propagandista dando charlas en el Ejército. Entonces se convenció de que podía ser un buen orador, y decidió hacerse político. Se afilió al Partido Obrero Alemán (DAP) el 26 de septiembre de 1919. Era una organización de sólo 168 afiliados; el embrión del futuro Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (NSDAP).

El dictador alemán, convertido hoy en el primer malvado del siglo XX, es una figura enigmática. De él se ha escrito casi todo: que fue un fanático, un criminal y un genocida. Esto es verdad, pero la pregunta que ningún historiador ha respondido de manera plena, hasta donde yo conozco, es cómo un pintor fracasado, un desclasado, ajeno a las élites económicas y políticas alemanas, llegó a ser jefe del Estado alemán. Pudo ganar la guerra si no hubiera sido por los millones de muertos que puso la Unión Soviética. Es tarea de futuras generaciones de historiadores responder a esa pregunta con solvencia y honradez intelectual. 

Hitler, al igual que Franco, es un personaje actual. Parece que no pasan los años por él. El nazismo continúa siendo un filón para la industria del entretenimiento de Estados Unidos, controlada por el capital judío. Siguen estrenándose series y películas sobre el manido asunto. Lo último ha sido El tatuador de Auschwitz, serie de una plataforma española. Se echa en falta que alguien programe El proctólogo de Katyn o El callista del Gulag. El comunismo, tanto o más criminal que el nazismo, no sufre, ni de lejos, la misma censura social e histórica. 

Hitler funciona como comodín en el debate contemporáneo. Cuando alguien cuestiona el statu quo ordenado por los USA y sus monaguillos de Bruselas, en seguida un vocero de la izquierda despierta lo acusa de ser de extrema derecha, falangista, fascista o nazi, según se tercie. Y ahí acaba el debate porque no se puede discutir con un nazi. Yo lo llamo el chicle hitleriano porque da para mucho: se estira y se estira y no se rompe. Hitler es Maduro, es Putin y fue Aznar. Es flexible y duradero. 

Ahora dicen que un nuevo fantasma recorre Europa, el fantasma del fascismo. Y ponen el ejemplo de lo sucedido en las recientes elecciones regionales alemanas. Es un discurso falaz que tiene, sin embargo, numerosos partidarios entre indigentes mentales que nunca caerán en la tentación de leer un libro que cuestione sus creencias equivocadas. Ellos sí representan un peligro. 


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