Sólo nos salvarán los malos

La verdadera literatura, la que conturba y conmueve, la que no rinde cuentas a nadie ni a nada, está herida de muerte. Puede que sea cuestión de lustros que desaparezca. El mismo hecho de leer está amenazado. Cada vez se lee menos porque la lectura exige unas condiciones -la concentración y el silencio- que cuesta encontrar en un mundo gobernado por los pistoleros del ruido. 

Entre los enemigos de la verdadera literatura están los que pretenden hacer de ella un catecismo laico. Esto no es nuevo. En la historia siempre ha habido escritores que han puesto su pluma al servicio de una causa. En el siglo XX se habló de literatura comprometida, asociada a movimientos como el realismo social, del que sólo queda el polvo del olvido, más allá de alguna novela digna. 

En este tiempo puede decirse que la pelea por el dinero y la gloria efímera de las letras se da entre los escritores partidarios del entretenimiento y los que pretenden contribuir al progreso de la humanidad. Los segundos son, si cabe, más peligrosos que los primeros. Perritos falderos del poder, cuentan con el respaldo de editoriales sistémicas y tribunas para hacerse oír y leer. Creen estar en el lado correcto de la historia. Dividen el mundo en buenos y malos, y ellos, lógicamente, pertenecen a los primeros. No son bobos porque han hecho dinero, a veces mucho dinero. Al pueblo que vayas te los encontrarás dando una charla financiada por un ayuntamiento de corte progresista. 

La lista es harto conocida en el país: Almudena Grandes, que tiene hasta una estación de tren con su nombre; su viudo y poeta tristón y oficialista García Montero; la SA formada por Lindo y Muñoz Molina; Juan José Millás, Paco Cerdà, con la eterna matraca republicana; Rosa Montero, Ignacio Martínez de Pisón a ratos,  David Trueba, Benjamín Prado, Marta Sanz y la próxima criatura literaria del sectario Jorge Herralde... ¡Menudo catálogo de medianías!

Y en el resto del mundo bastaría con citar, si es que pudiésemos recordarlos, a casi todos los Premios Nobel de Literatura de este siglo. Hay que bucear en internet para dar con sus nombres. Valga citar al escritor tanzano Abdulrazak Gurnak, premiado por su literatura anticolonialista en 2021, y a la francesa Annie Ernaux, galardona por su feminismo en 2022. ¿Alguien ha oído hablar de ellos, salvo algún catedrático universitario que, después de ser abandonado por su mujer, no sabe a qué dedicar sus ratos muertos?  

¿Y qué hay de los malos, de los que no quieren poner la otra mejilla, de los que abominan del género humano porque se conocen demasiado bien? 

Pues los malotes son nuestra última esperanza para que la verdadera literatura no muera entre la indiferencia de un populacho orgulloso de su ignorancia. 

Con buenos sentimientos no se suele hacer buena literatura. Lo dijo André Gide, eximio pederasta. Con frecuencia la calidad artística no coincide con la humana. Si a los escritores los juzgasen por su nobleza, altruismo y compasión hacia el prójimo, la mitad de ellos, al menos, no pasaría la prueba del algodón. 

Entonces, ¿qué hacemos con Baudelaire, Genet, Sade, Lewis Carroll y el esclavista Rimbaud? ¿Prohibirlos? Eso les gustaría a los nuevos censores que, como los de antaño, intentan imponer una literatura libre de impurezas, moralizante y didáctica. Estos libros sólo sirven para envolver el pescado podrido de las ideologías y las religiones. 

La literatura y el mal convergen dando fruto a veces a obras inolvidables, según recordó Georges Bataille en su ensayo más conocido, publicado a mediados del siglo XX.  

A Lovecraft, maestro del terror, se le sigue leyendo pese a que fue racista y reaccionario. Tuvo palabras elogiosas para el primer Hitler. El poeta François Villon fue asesino y desapareció sin dejar rastro. El filósofo Louis Althusser mató a su esposa. Pablo Neruda, autor del hermoso libro Veinte poemas de amor y una canción desesperada, fue un violador y un mal padre. Podríamos seguir dando nombres aun a riesgo de pecar de aburridos. Recordemos a Céline, colaboracionista de los nazis, y a los fascistas Curzio Malaparte, Ezra Pound y Drieu La Rochelle. 

En España tenemos a Cela, que se ofrecía como delator de republicanos en su juventud; a Jaime Gil de Biedma, catador de carne adolescente en Filipinas; al proetarra Alfonso Sastre y al mismísimo Alberti, entusiasta del criminal Stalin. ¿Y qué decir del ultra entre los ultras de su época, don Francisco de Quevedo y Villegas, misógino, xenófobo, enemigo tanto de los judíos como de los musulmanes?

Estos escritores buscaron la gloria sin importarles la condena del infierno. Les preocupaba su obra y no la mala suerte de los parias del mundo. Bebieron hasta la última gota de un cáliz en el que la vida había vertido ingredientes fecundos como el odio, la traición y el resentimiento. Quizá esta fuera su manera de desquitarse de los fracasos de la vida. La pluma-navaja para destripar los estómagos agradecidos de los biempensantes. Ojalá hubiera más como ellos. 


  

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