Memoria de la buena
Ignoro si por escribir estas líneas me ganaré una sanción administrativa en aplicación de la Ley de Memoria Democrática. Vaya por delante que discrepo, en la forma y en el fondo, de esa norma. Para empezar, no existe una memoria colectiva porque la memoria -esa gran mentirosa- es individual por naturaleza. Tampoco un Gobierno, a menos que lo anime una vocación totalitaria, puede fijar una sola verdad para interpretar el pasado, bajo la amenaza de perseguir a los disidentes de la versión oficial. Es lo que sucede ahora como parte de un plan perfectamente diseñado en tres vértices: se controla el pasado fijando los límites para su estudio; se controla el presente a través de los medios de comunicación y se controla el futuro interviniendo la educación.
La historia es materia controvertida y por tanto sujeta a distintas interpretaciones. Es tarea de los historiadores, no de los políticos. Un historiador que se precie es un investigador. Pasará muchas horas en archivos consultando documentos. A un historiador lo que le deben importar son los hechos, hechos, hechos, como decía Thomas Gradgrind, el personaje de Charles Dickens en Tiempos difíciles. Un historiador no es un contador de fábulas, ni un moralista que construye historias con buenos y malos, con agresores y víctimas. La historia está hecha de matices y grises, como esa vida de la que pretende ser maestra.
Fuego cruzado. La primavera de 1936 (Galaxia Gutenberg) salió a la venta en marzo de este año. Va por la segunda o tercera edición. Sus autores son los historiadores Fernando del Rey y Manuel Álvarez Tardío. El libro es, en gran parte, continuación de Fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular, escrito por Álvarez Tardío en colaboración con Roberto Vila.
Los autores de Fuego cruzado analizan la violencia política en el periodo comprendido entre las elecciones del 16 de febrero y el 17 de julio, día en que el Ejército de África, bajo el mando del general Franco, se levantó contra las instituciones republicanas. El ensayo es un colosal trabajo de investigación sobre esos cinco meses en que el régimen entró en barrena por la incapacidad de los gobiernos de Azaña y Casares Quiroga de garantizar el orden público en el país.
Álvarez Tardío y Del Rey no quieren deberle nada a la historiografía franquista, ni a la que soporta las nefandas leyes de Memoria Histórica y Democrática, a los Viñas, Casanova, Preston y sus ahijados sectarios. Lo suyo es investigar, no adoctrinar. El último capítulo de este libro de setecientas páginas está dedicado a los números de la violencia. Son elocuentes. En los cinco meses analizados se contabilizaron 977 episodios de violencia política, con el resultado de 2.143 víctimas: 484 muertos y 1.659 heridos graves. Las cifras pudieron ser más elevadas, descontadas las víctimas que no figuran en estadísticas oficiales.
La historiografía de izquierdas ha vendido el relato de que la violencia política procedió de las derechas. Estas pretendían acabar con esa Arcadia feliz que al parecer fue la II República. Sin embargo, los datos incluidos en este libro no sustentan esa tesis, más bien la contraria. La izquierda protagonizó el 56,8% de los episodios de violencia en el tramo final del régimen republicano, el doble que las derechas (28,6%). El resto de acciones violentas se atribuyen a la policía y los militares.
Uno de los errores mayúsculos de Azaña y Casares Quiroga fue ignorar, por conveniencia política, la violencia desatada por socialistas, comunistas y anarquistas contra sus adversarios, y perseguir sólo la provocada por la derecha, singularmente la de los pistoleros falangistas. Esto creó un sentimiento de impotencia y desamparo en el votante conservador, que había visto cómo una izquierda movilizada desde la noche del 16 de octubre había condicionado el resultado final de las elecciones. Niceto Alcalá-Zamora, destituido el 7 de abril, estaba alarmado por los desórdenes callejeros.
A lo largo de Fuego cruzado se pueden establecer paralelismos con el momento histórico actual, por ejemplo, los ataques a los jueces por su procedencia "burguesa", y a los medios conservadores. Se intenta pasar por alto que los gobiernos republicanos mantuvieron el estado de alarma desde el 16 de febrero hasta el 17 de julio. Ni un solo día se levantó la censura a la prensa en ese periodo. El propósito era ocultar ese clima de enfrentamientos civiles.
Las detenciones de militantes conservadores y falangistas sin autorización judicial fueron frecuentes, incluso llevadas a cabo por militantes de partidos del Frente Popular. Los ataques a la propiedad privada se multiplicaron, incluida la ocupación de tierras; las huelgas, como la de la construcción en Madrid, provocaron inquietud en los empresarios; se cerraron sedes de partidos políticos de derechas y periódicos conservadores; se encarceló a sus dirigentes sin justa causa; se amenazó a diputados derechistas en sede parlamentaria; se hostigó a elementos del clero; en suma, todo valía contra la derecha. Ayer como hoy, a esa derecha, por un inexplicable pecado original, se le niega la legitimidad para acceder al poder. Se le permite ejercer el papel de comparsa, nada más.
Julio de 1936, con los asesinatos del teniente Castillo y José Calvo Sotelo, marcó un camino de no retorno. La muerte del líder monárquico, llevada a cabo por miembros de las Fuerzas de Seguridad y militantes socialistas, marcó un punto de no retorno. El Gobierno de Casares Quiroga no hizo nada por detener a los culpables. Su reacción fue clausurar periódicos conservadores. Si entre los conspiradores quedaban dudas por sumarse al golpe de Estado -este fue el caso de Franco- se disiparon con la conmoción provocada por el magnicidio.
Sería espléndida la lectura de libros como Fuego cruzado en las escuelas e institutos de toda España, al menos para que tuvieran otro punto de vista de ver la historia. A sus alumnos hoy se les enseña un cuento en que los buenos son muy buenos (esos dirigentes republicanos de carácter ejemplar y aspiraciones nobles) y los malos son muy malos (la conjunción formada por terratenientes, curas dados a la gula y la lujuria, y militares despiadados).
Por soñar, que no quede.