Esto no va de maricas ni machotes
¿Le atraían a Homero, en caso de haber existido, los chicos o las chicas? ¿Le hubiera gustado a Dante practicar el sexo oral con Beatrice? ¿Tuvo alguna vez relaciones íntimas Azorín en su largo matrimonio? Son preguntas que, más allá del picor morboso, no merecen respuesta desde un punto de vista estrictamente literario. No cabe perder tiempo en ellas.
Sin embargo, la sexualidad de los escritores está encima de la mesa. Nunca la identidad sexual (¡terrible expresión!) había condicionado de tal manera la valoración de la obra de un autor. La tiranía de la identidad, impuesta por el movimiento de los despiertos, no conoce límites: también ha entrado a saco en la literatura. La ha violentado con sus sucias manos.
Antes, la consideración de una novela o un poema se basaba principalmente en su calidad artística. Hoy, en cambio, prevalecen otras razones para cierta crítica moralista, como la mencionada identidad sexual, la raza y la ideología del autor. Si se repasan los premios literarios oficiales, tanto en España como fuera de ella, se constata que ser mujer feminista o negro anticolonialista sale a cuenta en el Rastro de las letras.
Mención especial merece la supuesta sensibilidad artística que implica no ser heterosexual, en sus más diversas manifestaciones, sea en el cine, la literatura o la música. Si en el pasado los homosexuales y las lesbianas eran perseguidos y sometidos al escarnio público (ahí está el caso de Oscar Wilde y su paso por la prisión de Reading), hoy son enaltecidos, también sin aparente causa, como reflejo de un desquite histórico.
Autores mimados por el colectivo LGTBI+ copan las estanterías de las librerías y reciben los mayores elogios en los suplementos literarios. Unas veces con razón pero otras muchas sin ella. Lo que importa es servir a una causa, no tanto apreciar el valor artístico del libro comentado. En ese intento por homosexualizar el canon literario se convierte en iconos a Federico García Lorca y Gloria Fuertes, y se descubre el supuesto pasado gay de clásicos como Cervantes y Shakespeare.
Sinceramente, a mí todo esto me da igual. Las últimas novelas que leí el pasado año fueron escritas por dos homosexuales. La primera fue Queer, de William S. Burroughs, otro santo de la cultura gay, y la segunda fue El héroe de las mansardas de Mansard, de Álvaro Pombo. Este último, perro verde entre los suyos, no hace profesión de fe de su homosexualidad.
Si me interesó leer a estos autores no fue por su homosexualidad sino por curiosidad literaria. De Burroughs no había leído nada hasta la fecha, y me complacía hacerlo para saber de qué iba este exponente de la generación beat que mató a su mujer de un tiro y tenía como amigos a Jack Kerouac y Allen Ginsberg. A Pombo, del que no pude acabar El cielo raso, por ser el último Premio Cervantes.
Puedo hablar de Burroughs, como podría hacerlo de Marcel Proust, Virginia Woolf, Patricia Highsmith, Truman Capote, Pier Paolo Pasolini, Gore Vidal y Jean Genet. No los he leído por ser homosexuales o lesbianas, sino por su talento artístico. En el otro extremo, el territorio de los escritores macho, pienso de igual manera: las proezas sexuales de Henry Miller, Norman Mailer y Ernest Hemingway con mujeres me son indiferentes. Sus novelas, algunas escritas con brío y desesperación, despiertan mi interés y en ocasiones la admiración.
La buena literatura se hace con talento y trabajo, con obstinación y persistencia, para cautivar al lector. "La literatura siempre debe ser un intento", como escribe William S. Burroughs.
¿En qué se parecen Antonio Machado y Luis Cernuda? En que fueron dos grandes poetas, aunque el motivo de su inspiración fuesen mujeres en el caso del primero, y hombres jóvenes en el segundo. Es tan sencillo como eso, pero seguirá habiendo gente que quiera buscarle los tres pies al gato.