Recuerdo de un poeta gaditano

                                                                                       

En el día de mi cumpleaños 

Uno de los mayores castigos a los que se enfrenta un profesor de instituto es explicar, por enésima vez, a la generación del 27. Hay cosas peores, es cierto, como analizar un artículo de Rosa Montero. Pero no conviene minusvalorar el tormento de glosar las entrañas del Romancero gitano, esa 'pena negra' del admirado Lorca, tantas veces comentada y que nos lleva a renegar a algunos, siquiera discretamente, del poeta de Fuente Vaqueros.   

La generación del 27 es, al decir de algunos críticos cualificados, la Edad de Plata de la literatura española. ¡Menos lobos, Caperucita! Más bien habría que precisar que es un grupo de poetas que manejaron bien las técnicas del marketing de su época. Hoy no sería extraño verlos grabando videos en Instagram y TikTok para engatusar a sus seguidores. Siendo ecuánimes, aquel grupo de pijos quedaría muy por debajo de los Azorín, Baroja y compañía. En esto coincido con Andrés Trapiello. El 98 es superior al 27, mal que les pese a algunos. 

Pero no cabe hacer tabla rasa del grupo del 27. Lorca, Aleixandre, Salinas, Alberti y sobre todo Luis Cernuda -el mejor de todos- son grandes poetas. En el caso de Cernuda y Salinas, también grandes ensayistas. Lo que pasa es que, al ser una generación mimada por el 'establishment' cultural, no sabemos qué hay de mérito en ellos y qué hay de discurso al servicio de unos intereses que van más allá de lo literario. Así, Lorca se ha convertido en un mártir de la causa rosa, y Alberti es ejemplo del escritor comprometido contra el fascismo. 

¡Yo conocí a Alberti, respetadme! Me parece increíble que alguien como yo, un juntador de letras, accediese a entrevistar al poeta gaditano en su casa de Nuevos Ministerios, en Madrid. Era 1990. Estudiaba Periodismo en la Complutense. Mi osadía me llevó a entrevistar a escritores como Alberti, Delibes y Umbral. Entonces descolgabas el teléfono y concertabas una cita. Hoy es distinto; en realidad es un poco más complejo acceder al trato con medianías literarias. 

Alberti era, como había leído en Umbral, una suerte de madama de prostíbulo de lujo, con su melena blanca al viento y una camisa estampada y holgada. Alberti era bajito y, dada su edad, andaba a paso lento. No recuerdo que estuviera su segunda mujer, María Asunción Mateo, pero sí uno de sus 'viudos', el poeta andaluz Luis Muñoz, inseparable de Alberti en sus últimos años de vida, junto a Benjamín Prado, a quien conocí en una conferencia que dio en el Casino de Torrevieja y de la que sólo retengo su sectarismo. Habló muy mal de Dionisio Ridruejo.

Guardo un buen recuerdo de aquel encuentro con Alberti. Para mí fue un honor conocerlo. Dos años después lo vi en un Vips de la calle Orense. Se dice que fue mala persona; que él y María Teresa León se dedicaron a vivir la 'dolce vita' durante la guerra civil, mientras sus compañeros se batían el cobre contra el ejército sublevado. Miguel Hernández tuvo duras palabras para ellos. No entro en si Alberti fue mala o buena persona; sólo sé que fue un gran poeta, como demostró en libros como Marinero en tierra y Sobre los ángeles. Luego se politizó y el vuelo de su arte se hizo gallináceo. 

Hace un mes compré Retornos de lo vivo lejano (editorial Losada), publicado durante su exilio argentino en 1952. Me costó un euro. Si un libro de Alberti sale a un euro, cabe tener pocas dudas sobre el futuro de la literatura. Es un poemario escrito por un hombre que otea el horizonte de su vejez, y se deja caer en los brazos de la nostalgia. Es un libro felizmente contaminado de recuerdos: recuerdos de su niñez, de la madre, de los días colegiales, de los primeros amores... Y el poeta, que seguramente extraña la patria perdida, escribe:

Perdonadme que hoy sienta pena y la diga. / No me culpéis. Ha sido / la vuelta del otoño

En el verano de 2019 visité lo que queda de su casa en el Puerto de Santa María, convertida en la sede de su fundación. Un lugar tan impersonal como la dirección general de un ministerio. Firmé en un libro de dedicatorias, pero no recuerdo lo que puse. Imagino que le agradecí su contribución a la poesía española del siglo XX. Aún lo recuerdo, bajando por las escaleras del Congreso de los Diputados, agarrado a La Pasionaria, en la primera legislatura de la llamada democracia. 

Como Bécquer, Alberti fue dibujante y pintor antes que poeta, además de gran prosista, como acreditan sus memorias reunidas bajo el título La arboleda perdida. Ocupa un lugar preferente en mi biblioteca. Su famosa paloma -"se equivocó la paloma/ se equivocaba"- precede a la generosa dedicatoria que me dedicó. Me dio el título de "nuevo amigo". Con esto ya puedo morir tranquilo.  








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